El mismo día del anuncio de Colin Powell apoyando la candidatura de Obama, leo este artículo de Fareed Zakaria en Newsweek y conozco a una americana que votó a Bush en 2004 y que va a votar al bebé mesiánico de Illinois en 2008. Tres voces bastante distintas que, a la hora de explicar su decisión de apoyar a Obama, coinciden en un punto fundamental: creen que su victoria en las urnas sería buena para la democracia.
Este argumento se ha escuchado mucho durante los últimos meses, tanto desde la izquierda como desde la derecha centrista, y es en muchas ocasiones la principal razón que esgrimen aquellos que en algún momento pensaron votar a McCain y ahora piensan unirse al coro obamita. El supuesto efecto benéfico de una victoria Demócrata sobre el (por lo visto) anquilosado espíritu democrático del país se puede resumir en este argumento: la capacidad de Obama para inspirar a las masas y para movilizar a millones de personas (sobre todo entre las nuevas generaciones) devolvería la ilusión y el interés por la política a un país en el que la mitad de los ciudadanos no ejerce su derecho a voto. La campaña de Obama, su increíble éxito financiero y su capacidad para reunir a enormes masas en sus mítines, demuestran que es el único líder que puede volver a identificar a la ciudadanía con una clase política que, ahora más que nunca (el Congreso está en mínimos históricos de popularidad), no sienten suya. Powell citó la capacidad de Obama para "inspirar" como una de las razones que le han llevado a traicionar a su partido en estas elecciones.
Bien, empecemos por el supuesto anquilosamiento del espíritu democrático estadounidense. Cierto que la abstención en las urnas es considerable, pero no lo es muchísimo más que en otros países europeos: en 2004 votaron en EE UU unos 122 millones de 300, mientras que en las últimas elecciones españolas fuimos 25 millones de 45; en Francia, unos 36 de 64; en Alemania, 47 de 82. También vale la pena resaltar la gran abundancia de medios de comunicación, que, si bien están escorados en su mayoría hacia el lado Demócrata, son por su enorme número mucho menos susceptibles al juego de favores y politiqueo burócrata a que estamos acostumbrados en Europa. Y lo cierto es que el sistema de primarias estadounidense es una de las tradiciones democráticas más sanas que se conocen: es más, el único elemento antidemocrático es el sistema de los "caucus", precisamente el que le concedió la victoria a Obama sobre Hillary.
Pero es que incluso si aceptamos la premisa de que el espíritu democrático norteamericano se ha anquilosado a lo largo de las últimas décadas, Obama no sería ni mucho menos la solución ideal del problema. Para empezar, su capacidad para llenar estadios y parques no es tanto una muestra de su capacidad de gobierno o incluso intelectual (¿alguien conoce conceptos más vacíos e insustanciales que el del "cambio"?), como de su labia, sus dotes oratorias y su telegenia: cualidades que a la larga resultan más nocivas que benéficas para el sano ejercicio democrático. Los grandes autoritarismos se han cimentado precisamente en un populismo capaz de llenar estadios y avenidas, normalmente gracias a un líder con grandes dotes para la oratoria. La verdadera esencia de la democracia no radica en la masa que corea consignas en un estadio sino en el individuo que sopesa desde su casa las propuestas de cada candidato.
La elección de un presidente que se presenta como poco menos que un mesías, convertido a estas alturas ya en un icono pop y que provoca en sus seguidores un fervor tan arrollador que no puede menos que gozar de cierta dosis de irracionalidad, no haría sino inyectar una fuerte dosis de populismo y mitomanía en la cultura política estadounidense: dos fuerzas que siempre han resultado contrarias a la verdadera democracia.
(Obama en Saint Louis, hace una semana)
Los Demócratas también citan los 600 millones de dólares que ha logrado recaudar Obama para su campaña, en su gran mayoría gracias a donaciones por debajo de los doscientos dólares, como prueba del benéfico efecto democrático que tendría su victoria el 4 de noviembre. Según ellos, dicha victoria demostraría que el pueblo llano, a pesar de no poder aportar grandes cantidades a un político, puede auparle hasta la Casa Blanca. Pero comprar unas elecciones es comprar unas elecciones, independientemente de si el dinero viene de cinco ciudadanos o de cinco millones. Aprovechar una ventaja económica para inundar de anuncios las radios, los periódicos, las cadenas de televisión nacionales y locales y hasta los videojuegos sigue siendo silenciar el mensaje de tu adversario con dinero: precisamente lo que los Demócratas llevan diciendo durante décadas que hace el Grand Old Party.
Por último hay que considerar el hecho de que una victoria Demócrata en noviembre resultaría en la mayor desigualdad en el reparto del poder político que se recuerda. El 5 de noviembre, los americanos se pueden encontrar con que el famoso sistema de "checks and balances," el garante durante siglo y medio de la pluralidad política y de la verdadera democracia, es ahora feudo privado del partido Demócrata. Obama gozaría de mayorías en ambas cámaras del Congreso estadounidense, posiblemente a prueba de "filibusters," y tendría como comparsas a los hiperdogmáticos y partidistas Nancy Pelosi y Harry Reid. Cierto que es parte del sano ejercicio democrático que el pueblo pueda castigar a un partido que siente que le ha fallado (como hizo con los Republicanos en 2006 y parece que hará ahora en 2008), pero semejante monopolio del poder político no puede sino poner en entredicho el balance de poderes (tanto entre ambas cámaras del Congreso como entre éste y la Casa Blanca) que es uno de los mayores aciertos del sistema norteamericano.