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Democracia en América

La cultura de la corrupción

No hay nada más despreciable en el mundo de la política que la corrupción. Antes de ser elegido vigésimo presidente de Estados Unidos y antes de ser asesinado en 1881, James A. Garfield afirmó que el pueblo es responsable del carácter de sus representantes políticos. Si estos son corruptos, ello se debe a que el pueblo lo tolera. Estados Unidos no se libra hoy tampoco de esa lacra porque no es la corrupción algo exclusivo de un solo partido o coalición política, sino que se extiende por todas las ideologías, épocas y geografías. Pero más detestable aún que la corrupción en sí misma resulta la hipócrita politización de dicha corrupción. En esto último, el Partido Demócrata es una maquinaria perfecta para airear la corrupción de los oponentes mientras silencia o ignora la suya propia.

En las elecciones intermedias de noviembre de 2006 una de las frases repetidas permanentemente por el Partido Demócrata contra el entonces gobernante Partido Republicano era que la Administración Bush y el Congreso de mayorías Republicanas constituían una banda de políticos corruptos. La famosa expresión sobre "la cultura de la corrupción" invadió aquellas elecciones al hilo de acusaciones contra congresistas Republicanos como Tom Delay o Mark Foley. Poco o nada importaba que ya entonces existieran otros casos de flagrante corrupción en el lado Demócrata, como el del congresista de Louisiana William Jefferson, con miles de dólares en la nevera de su casa y otros tantos cargos de extorsión y falsificación.

Para entonces, los Demócratas habían ya acuñado la idea de que esa cultura corrupta en Washington se debía a los Republicanos. Todos estaban así bajo sospecha, desde el mismo Presidente Bush a Dick Cheney, de Karl Rove a Donald Rumsfeld, de Condoleezza Rice a Curt Weldon, además del asunto Abramoff, de la campaña para desprestigiar a George Allen o Jeanine Pirro. Lo de la "cultura de la corrupción", aireada a bombo y platillo por los medios afines a los Demócratas, coló entre el público general. Desde entonces, con las dos cámaras legislativas con mayoría Demócrata desde enero de 2007, Nancy Pelosi y Harry Reid seguían mirando todavía más hacia otro lado cada vez que saltaban escándalos en sus propias filas. La cuestión era vilipendiar a los Republicanos tanto en el Congreso como en el Casa Blanca y derrotarlos en 2008 para obtener mayoría absoluta. La táctica funcionó.

Atrás quedaba olvidada o escondida la larga lista de líderes políticos Demócratas metidos en casos de corrupción, desde Ted Kennedy a Bill Clinton, así como el propio Barney Frank, además de casos más recientes como Tim Mahoney. Pero para entonces había llegado ya el candidato Obama, el que iba a sanear la ética y la honestidad en Washington. Durante los meses electorales de primarias y generales oímos y leímos llamados a la limpieza política y promesas sobre un nuevo modo de hacer política. Y entonces llegó el Presidente Obama, cuyos nombramientos ejemplifican ese engañoso "cambio" y esa capacidad de la progresía de vender humo. Para empezar, la salida de Obama como senador destapó el escándalo del Gobernador Rod Blagojevich en Illinois y el posterior del senador que lo reemplazaba Roland Burris, ambos Demócratas.

En el imaginario popular, se trataba de la baja política, la misma que Obama iba a erradicar tras su llegada a la Casa Blanca. Para desengaño de muchos y confirmación de lo que otros pocos intuíamos, no fue así. Obama y sus acólitos han expandido aún más si cabe esa cultura de la corrupción y en apenas cuatro meses desde aquel 4 de noviembre, han intentado poner en cargos importantes a figurones de la más miserable hipocresía. Basta comprobarlo mirando algunos de los nominados o escogidos por Obama, todos ellos Demócratas.

El actual Secretario del Tesoro, Timothy Geithner, elegido por Obama como la solución de los problemas financieros norteamericanos, no pagó todos los impuestos durante tres años, ni pagó impuestos de empleo a sus sirvientas durante medio año. El alcalde de Dallas, Ron Kirk, fue nominado como representante del US Trade pero tampoco pagó impuestos durante tres años. Tom Daschle, ex-senador de Dakota del Sur, fue otro de los escogidos por Obama para liderar el Ministerio de Salud y Servicios Humanos, pese a que no pagó 128.000 dólares en impuestos durante dos años. Nancy Killefer, antigua directora de la Oficina de Presupuesto, fue nominada por Obama también aun no habiendo pagado impuestos de empleo a sus sirvientas durante un año y medio.

Hay más… Bill Richardson, Gobernador de Nuevo México, fue nombrado por Obama Secretario de Comercio aun cuando aceptó dinero a cambio de favores políticos. El escándalo saltó y tuvo que salir con la cola entre las piernas. Charles Rangel, congresista por Nueva York y presidente del Comité responsable de redactar el código presupuestario, tampoco pagó 75.000 dólares de impuestos y anda ahora metido en unos asuntos de propiedades en Punta Cana. Chris Dodd, otro de los aspirantes presidenciales por los Demócratas, senador por Connecticut y Presidente del Comité Bancario del Senado (responsable del tema de las hipotecas, para más inri) es incapaz de explicar cómo recibió una casa de campo gratis en Irlanda o cómo obtuvo trato especial a través de un préstamo de bajo interés por parte de la compañía CountryWide, curiosamente supervisada por el propio Comité presidido por Dodd.

Y por si todo esto fuera poco, no nos olvidamos del actual Jefe de Personal del propio Obama, Rahm Emanuel –congresista de Illinois y uno de los arquitectos del eslogan de la "cultura de la corrupción" de 2006 contra los Republicanos- y que aparte de diseñar ataques contra periodistas o comentaristas radiofónicos, no ha pagado un céntimo de renta desde que llegó a Washington. Tampoco pueden olvidarse los guiños de Obama al congresista por Pennsylvania, Jack Murtha (sí, aquél que tanto insultó a las tropas norteamericanas en Irak), quien ahora como Presidente del Comité de Apropiaciones para la Defensa, aparece acusado de aceptar contribuciones de lobbys a su campaña a cambio de favorecer contratos de defensa a sus donantes.

Mientras todo esto ocurre, mientras los norteamericanos pagamos puntualmente nuestros impuestos, el Vicepresidente Biden sigue convencido de que no pagar impuestos es antipatriótico. Obama sigue practicando una desastrosa política económica intervencionista que a estas horas busca aprobar un presupuesto general plagado de "earmarks", esos gastos por proyectos a título personal que Republicanos y Demócratas -sobre todo estos últimos- siguen poniendo a costa del erario público aun cuando Obama prometió acabar con estas prácticas. Este es el cambio y esta la farsa de la corrupción también con Obama. En materia de honestidad política, los colores de un partido u otro no deberían importar pues la exigencia de los políticos con sus representados está por encima de todo. Ocurre, sin embargo, que quienes más ostentan de honestidad y honradez acaban siendo los que más tienen que callar. Hora es pues, como pedía James A. Garfield, de que los ciudadanos dejemos de tolerar tanta corrupción. A fin de cuentas, y como ya había visto un siglo antes Edmund Burke, la libertad jamás puede perdurar entre los corruptos. Cincuenta días después, Obama debería tomar nota.

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