El viaje del Papa Benedicto XVI a Estados Unidos ha servido para certificar varias cosas: la primera, que estamos ante uno de los más grandes pontífices de la historia de la Iglesia. Su presencia en la vida norteamericana a lo largo de esta semana se ha dejado notar en mucha mayor medida que lo visto en pasados viajes papales, incluido el de Juan Pablo II. Los actos, intervenciones y misas celebradas al hilo de su viaje, retransmitidos por las grandes cadenas de radio y televisión nacionales norteamericanas, dan cuenta del gran impacto de su viaje en el seno de la comunidad estadounidense, y no sólo de la católica. Este fin de semana, a sólo dos días de las importantes y claves primarias electorales de Pennsylvania, Benedicto XVI ha seguido ocupando la primera plana en todas las informaciones. La emotiva misa final en el Yankee Stadium de Nueva York refleja la importancia de Benedicto XVI para un pueblo como el norteamericano que siempre miró con ciertas dudas a Roma.
En la Casa Blanca, Benedicto XVI acertó al señalar que la búsqueda de la libertad en Estados Unidos se guió por la convicción de que los principios que gobiernan la vida política y social están íntimamente relacionados con un orden moral, sobre la base de la señoría de Dios Creador. La historia norteamericana verifica cómo la democracia sólo puede florecer cuando los líderes políticos y sus representados son guiados por la verdad, que nace de firmes principios morales y también religiosos. En la Asamblea General de Naciones Unidas, Benedicto XVI no dudó en reconocer el papel superior que desempeñan las reglas y las estructuras intrínsecamente ordenadas para promover y defender la libertad humana. Además de reconocer el carácter sagrado de la vida, Benedicto XVI apuntó cómo los derechos asociados con la religión necesitan protección, en especial si se los considera en conflicto con la ideología secular predominante o con posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza exclusiva.
En la misa final en el Yankee Stadium de Nueva York, Benedicto XVI nos recordó cómo en doscientos años la Iglesia Católica en Estados Unidos se ha ido edificando en la fidelidad a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo. Desde la elevación de la primera diócesis estadounidense en Baltimore, a la Archidiócesis metropolitana, y la fundación de las sedes de Nueva York, Boston, Filadelfia y Louisville, hoy no cabe ya duda del importante papel del catolicismo en Estados Unidos. Unas horas antes, en la Zona Cero, el Papa rezó ante el recuerdo de los ataques terroristas del 11-S. Cuando un agente de la policía, disminuido físicamente tras aquel atentado, se le acercó a besarle el anillo arrodillándose, Benedicto XVI lo levantó emocionado y lo acogió en un gesto que –como tantos otros en esta visita- definen la figura de un hombre bueno, necesario para una época de peligroso relativismo moral.
Los norteamericanos, como millones de personas por todo el mundo, estamos sedientos de una figura que una a cuantos creemos en la libertad, más allá de etiquetas ideológicas o políticas. Benedicto XVI nos ha enseñado estos días, sin necesidad de decirlo, que el mensaje del catolicismo y de toda la familia hermana judeocristiana trasciende lo meramente religioso y se convierte en una actitud ante la vida tras los pasos de la divinidad. Ante una figura como la de Benedicto XVI, la sucia batalla política a la que asistimos cada día (sobre todo en este tiempo electoral de primarias y presidenciales) sólo puede observarse como un efímero charco de inmundicia, en especial si lo comparamos con el limpio mensaje espiritual, antropológico y humanístico que transpiran las palabras pronunciadas estos días por Benedicto XVI. Su presencia ha eclipsado, sin duda, las primarias. Su liderazgo espiritual y moral supera con creces las bajezas humanas y mundanas de quienes hacen de la política una mera forma secular de la existencia.