Todavía recuerdo uno de los primeros comentarios que pronunció Obama en el discurso que dio aquí en Saint Louis, hace ya un par de meses. Cito de memoria: "algunos ignorantes me han acusado de ser musulmán. Y quiero deciros que no es cierto. No soy musulmán. Respeto a los musulmanes. Pero llevo siendo un miembro fiel de la misma iglesia desde hace veinte años. Y estoy muy orgulloso de ello."
Ahora, meses después, nos enteramos de a qué iglesia se refería. Y sigo pensando en ese discurso, porque me doy cuenta ahora (y seguro que no soy el único) de hasta qué punto la retórica y la ideología de líderes como Wright o Farrakhan han influenciado el mensaje de Obama. Como se puede ver en el vídeo que enlaza don Alberto en su anterior entrada, Wright utiliza el argumento de que su "protegido" es, en cierto modo, un candidato "puro," libre de la contaminación de los círculos de Washington, con sus intereses especiales, sus lobbyists, sus sobornos y su inevitable corrupción material y espiritual. Semejante opinión sólo puede ser posible en una cosmogonía que concibe Washington (y, por extensión, toda la política norteamericana) como un mundo tan corrompido que su regeneración no puede venir de dentro sino de fuera. Es por esto que se necesita un nuevo Jesús; y si es negro, mejor.
El problema es que Obama emplea exactamente la misma retórica para venderse a sí mismo. Discurso tras discurso, intervención tras intervención, entrevista tras entrevista, Obama siempre ha respondido a la cuestión de su falta de experiencia con el argumento de que no necesita experiencia, que lo único que hubiera sucedido en caso de estar más tiempo en Washington hubiera sido esa corrupción que tanto Wright como Farrakhan consideran inevitable. Su bisoñez es, en realidad, lo que le permite ser el nuevo Mesías que salvará a América. Cabe preguntarse, por tanto, si importa de verdad que Obama estuviera o no en la iglesia el día que Wright maldijo a América, o el día que dijo que se habían buscado el 11-S, cuando se ha visto tan influenciado por la retórica del pastor que ésta forma uno de los ejes centrales de su campaña. Lo que importa, dicho de otro modo, es que Obama se ha creído (o pretende haberse creído, que viene a ser lo mismo) la cosmogonía que venden Wright o Farrakhan y, peor aún, su propia pureza, su condición mesiánica dentro de esa visión del mundo.
La respuesta a todo esto es fácil: por supuesto que el poder corrompe. Eso lo sabemos los liberales desde hace siglos. Por supuesto que los políticos de Washington se han visto corrompidos de alguna forma u otra, que en algún momento sacrificaron cualquier ideal que tuvieran a cambio de un puñado de votos. Pero los políticos no pueden ser de otra manera: el político, por naturaleza, es un ser corrompido, lleve treinta años en Washington o solamente un mes. Lo que no entienden los Obamitas es que no es sólo la posesión del poder lo que corrompe, sino también la idea del poder, la perspectiva de su obtención. La única diferencia posible entre un político y otro en esta cuestión es de grado, no de principio. Y visto esto, ¿cómo no va a estar corrompido un hombre que aspira a dirigir nada menos que el país más poderoso del mundo? La fortaleza interior que tendría que tener un ser humano para combatir el poder corruptor de la mera idea de llegar a presidente tendría que ser... sobrenatural... divina. La cuestión de si Obama está listo para gobernar deja por tanto de ser una cuestión política o incluso pragmática y se convierte en una cuestión teológica. Y yo, la verdad, no me creo que Obama sea el nuevo Jesús. Digan lo que digan los pastores.