Veo las fotos de McCain en Francia y se me viene a la cabeza una mañana gris hace ya casi un año, sentado en el segundo piso de un autobús londinense, en que una amiga americana me relató su reciente viaje a París con otros chicos de nuestra misma universidad. Se alojaron con un pariente de uno de ellos que llevaba años viviendo en Francia; y todo fue despertar en un piso con vistas a los cafés del Barrio Latino y degustar unos croissants calientes con mermelada de fresa, y cualquier sentimiento pro-americano que tuvieran desapareció como por arte de magia. Todos clamaron al cielo por haber nacido americanos, en un país sin cultura ni personalidad, un país imperialista que ni entendía ni deseaba entender a gentes tan maravillosas como las que poblaban París (¿cómo no iban a ser maravillosas si hacían unos croissants tan exquisitos?); y dijeron que no se sentían americanos sino europeos, que lo suyo era algo así como una cruel jugarreta del destino, y que deseaban huir para siempre de la patria de la ignorancia y la falta de sofisticación, emigrar al continente de la elegancia, del vino, del sexo libre y de la legitimidad moral.
Hubo otras escenas esperpénticas durante esas mismas semanas, las primeras que pasamos unos cincuenta chavales de Wash U en un programa de intercambio en Londres: durante un seminario sobre el Ulises de Joyce, y a propósito de la feroz crítica del genio irlandés al nacionalismo de sus compatriotas, un chico ¡que no lleva ni dos semanas en Londres! levanta la mano y dice: "Es que es verdad, el nacionalismo es una chorrada. Yo, por ejemplo, soy americano pero me identifico más con la cultura británica y europea." Dos semanas ha tardado el chaval en conocer la cultura británica. Los ingleses asienten. Otra noche, en un pub y sentado con unos amigos británicos, unas americanas empiezan a hablar con nosotros. El comentario inevitable no se hace esperar: "Pues vosotras sois majas pero vuestro presidente es un hijo de la gran…" Una de ellas, la líder, responde: "Mira, no me hables de Bush que yo le odio más que nadie…" Las demás asienten mecánicamente. Mis amigos ven cumplidos sus requisitos morales y les pagan una ronda; ellas, tan contentas de que gracias a su militancia demócrata los sofisticados jóvenes europeos les hagan caso. ¡Pobre de la chica republicana que decida estudiar en Londres o en París! No va a ligar nada. Y el joven republicano, ni te cuento.
Menciono estos episodios, manifestaciones de ese enorme complejo que siente la intelectualidad americana hacia Europa, porque explican bastante bien la actitud de muchos medios hacia el viaje de McCain. Pocos se han preguntado por los objetivos de su misión como miembro del Senado norteamericano, por sus logros o fracasos al lado de sus compañeros Joe Lieberman y Lindsey Graham. No, lo que de verdad importa es si McCain ha pasado la prueba del algodón, esto es, el examen de la opinión pública europea. Y comentan que bueno, que ha sacado entre un aprobado y un bien; que a los europeos les gusta su decisión de cerrar Guantánamo (postura que, por cierto, apoyo, pero que debería basarse en una firme convicción en el derecho internacional y en la Declaración de Derechos Humanos, no en un deseo de apaciguar a los europeos) y de luchar contra el cambio climático. Pero que ni les gusta ni les va a gustar nunca que McCain siga defendiendo la Guerra de Irak. Y que esto demuestra que no merece nuestro apoyo en las elecciones. Que no es el mejor candidato para devolver a Estados Unidos el "prestigio" entre las potencias europeas.
Porque en realidad, para la enormemente acomplejada intelectualidad estadounidense, para los que probablemente dejarían de leer a Henry James y a T.S. Eliot y a Ezra Pound si sospecharan sus orígenes, lo que importa en cuestiones internacionales no es promover los intereses políticos y económicos del país: lo que importa es que los europeos, por una vez, nos acepten. Que nos respeten. Que nos quieran. Que nos presten esa legitimidad moral que sólo ellos pueden conceder. Ése es el único interés estadounidense, ésa debe ser la gran prioridad del país más poderoso del mundo. Caerles bien a los europeos. Que nuestro joven Brandon, tan inteligente (¡le han admitido en una universidad que cobra 46.000 dólares al año!), tan sofisticado (¡se está licenciando en Antropología y en Estudios Medioambientales!), tan concienciado de los problemas sociales (¡ha donado veinte dólares de su paga semanal a los damnificados del Katrina!), pueda ir a Londres y que los británicos no se metan con él por ser americano. Nuestro joven Brandon, por el que en noviembre votaremos a Obama o a Clinton ya que dicen que su gran prioridad es devolver el "prestigio" a la reputación norteamericana. ¿Y qué más da si a cambio Irak es víctima de una guerra civil? Nuestro joven Brandon estará en Londres, disfrutando de la amistad de jóvenes ingleses interesantísimos, hablando de teatro, de jazz, de Rodin, hasta de T.S. Eliot. Incluso puede que nuestro joven Brandon esté en París, comentándole orgulloso al dependiente de una panadería que él votó a Obama. Que él es americano, pero de los buenos.