Contempló el enorme rostro. Le había costado
cuarenta años saber qué clase de sonrisa era
aquella oculta
bajo el bigote negro. ¡Qué cruel e inútil
incomprensión!
¡Qué tozudez la suya exilándose a sí mismo de
aquel
corazón amante! Dos lágrimas, perfumadas de
ginebra,
le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba
arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha
había terminado. Se había vencido a sí mismo
definitivamente.
Amaba al Gran Hermano.
Saludos