Orlando Fondevila
Cuba es hoy, después de cincuenta años de vendaval castrista, un país pobre (de solemnidad). Es una nación hecha trizas. Tanto, que si fuera posible, la inmensa mayoría de sus habitantes la abandonaría. Se convertiría en un sitio prácticamente inhabitado. Por prácticamente inhabitable. A pesar de ello, sus viejos y desalmados capataces pretenden seguir mostrándola como una especie de reducto de no sé qué capital simbólico (a falta de otro capital), de no se sabe bien qué utopía, o resistencia paradigmática ante el Mal. Lo triste es que, por razones diversas, son muchos los que entran al juego. Intereses varios, cual encontrados vientos, azotan la Isla miserable moviéndola en direcciones distintas. Vientos que se dicen amables, pero que esconden la furia indecente de réditos espurios, en tanto que todos se distancian de las verdaderas ansias y conveniencias de los cubanos.
Cincuenta años de desastre y de horror en Cuba –eso sí, con canciones de Silvio, con música de los Van Van y con sensualidad caribeña– han sido invisibles para el mundo. El castrismo ha sido el icono nostálgico e irreductible de la izquierda y el juguete (roto, pero juguete al fin) de todos los demás. Juguete con el que todos han jugado. El juguete preferido de la Unión Soviética durante la Guerra Fría. El juguete de los demás, de todos, después de la caída del Muro de Berlín. El desastre y el horror castrista siempre invisibles. Y/o transferidos. Si Castro asesina, él no es el culpable, como sí lo fueron Franco, o Pinochet, o Videla. No, el culpable es Estados Unidos. Si Castro encarcela a periodistas, a bibliotecarios, a defensores de los derechos humanos, pues sí, eso está mal, pero la culpa es, en última instancia, de la injerencia de los Estados Unidos y del mafioso exilio cubano de Miami. Si en América Latina hay dificultades económicas, si hay pobreza, está claro, es el resultado de las nefastas políticas neoliberales, de la famosa teoría de la dependencia, de la explotación del Imperialismo en contubernio con las oligarquías locales. Pero si la economía cubana se halla absolutamente en ruinas, si la población sufre décadas de cartilla de racionamiento, si hay literalmente hambre, pues la responsabilidad no reside en el sistema económico impuesto por la dictadura; no: la culpa es del embargo norteamericano.
No caben dudas, nos hallamos ante la dictadura invisible. Tan invisible que todos se aprestan a salvarla en sus horas más bajas y crepusculares. Eso sí, todos muy preocupados por la suerte del querido pueblo cubano. La verdad es otra bien distinta, en la que se entremezclan varias y confusas razones. La España espumosa de Zapatero, y con ella la Europa sin identidad y soñolienta, busca en Cuba, amén de pingües negocitos (no muchos, el erial no da para tanto), mostrar cierta ridícula "independencia" ante el "Imperio". En fin, ímpetus de vieja ramera. Se les da bien coquetear con el pobre símbolo maltrecho.
Lo de América Latina es una conjunción enfermiza de mediocridad, envidia, atavismos no superados, visión tontorrona de la sociedad y de la historia. La Venezuela impresentablemente bolivariana buscando, con el mamarracho Gorila Rojo, la grandeza loca soñada por el Prócer y que no pudo ser. Brasil, eterna frustración de potencia mundial, juega al liderazgo de una región que tras dos siglos de independencia sólo puede exhibir un historial de siniestras dictaduras hasta llegar al encanallamiento de esa izquierda zoqueta y delirante que hoy la gobierna. Por supuesto, siempre por culpa de los otros. De España, de Cristóbal Colón, de la pérfida Albión o del malvado vecino del Norte. Y Méjico. Oh, Méjico lindo y querido, siempre odiando. Al español, al francés y, sobre todo, al gringo. Y a vivir de las remesas, que son dos días. Cuba y su dictadura invisible es el juguete con el cual sacan pecho ante el imperio. Risible y patético, si no fuera por el horror que legitiman.
Y Rusia. La madrecita Rusia, siempre soñando con sus viejas y sombrías glorias. Jugó antes con Cuba, en época de la sórdida Unión Soviética, y vuelve a hacerlo ahora, siempre de manos del KGB, que hoy se llama Putin. Antes, los misiles en Turquía a cambio de los misiles en Cuba. Ahora, un quítate de Georgia que yo me quito de Cuba. Asco.
Se cumplen cincuenta años de la dictadura más longeva que ha conocido América Latina. Y la más cerrada y totalitaria. Y la más invisible. Habrá celebraciones –ya las está habiendo– en medio mundo. Sólo unos pocos tendrán un pensamiento para los miles de fusilados, para los decenas de miles de desaparecidos en el mar huyendo del horror, para las decenas de miles de personas que han cumplido espantosos años de prisión y para los que hoy mismo se pudren en las cerca de trescientas cárceles de la Isla. Pocos tendrán en cuenta el sufrimiento de millones de exiliados. No se hablará, y si se hace será de pasada, de la maliciosa y minuciosa destrucción de una nación otrora próspera. Se hablará, siempre se ha hablado, de la digna resistencia numantina ante el Imperio. Y de los "logros" en la salud pública y la educación.
La dictadura continuará siendo invisible para los más. Menos para los cubanos. Ese pueblo que cada vez más sonora e insistentemente se pregunta: ¿hasta cuándo? Un reclamo que igualmente es invisible para aquellos que, como decía Martí, sólo son capaces de ver lo que acontece en la superficie. Un día llegará el fin del horror. Un día será visible, para sonrojo de tantos.