El paso de Primaria a Secundaria es temido por muchos adolescentes. Se produce cuando tienen alrededor de 12 años, en plena pubertad. Son sus primeros años de adolescencia. Una etapa en la que los amigos son el centro de su universo y el colegio el mundo en el que aprenden a ser mayores. Lucía de Francisco comenzó primero de la ESO con algunos miedos pero también llena de ilusión. Nada le hacía presagiar el infierno que le esperaba a la vuelta de la esquina.
Afortunadamente, la vida le ha dado una segunda oportunidad y ella ha podido renacer de sus cenizas. En la actualidad, lo ha superado y estudia tercero de Psicología. Eligió esta carrera porque quiere ayudar a otras personas que puedan estar pasando por lo mismo. Y ese, precisamente, es el motivo que le ha llevado a querer contar su historia en LD.
"El paso de 6º de primaria a 1º de la ESO fue un cambio brutal", explica. Al principio, era emocionante. "Todo el mundo era mi súper amigo" pero después "la gente empieza a creerse más mayor" y a comportarse "de manera diferente". "Veía que no paraban de chulearme", añade, pero al principio "me reía".
Su primera intención fue adaptarse, encajar. Pero no se lo permitieron. El suyo era "el grupo de los populares", que —con el cambio de ciclo— había crecido en número. La gente quería "destacar" y ella empezó a notar "un poco de distancia". Aunque intentó integrarse, no le fue posible. Se encontró con un muro: "El rechazo".
En muy poco tiempo, las bromas se intensificaron y subieron de tono. Siempre iban dirigidas en el mismo sentido, sobre el largo de su falda, su comportamiento hacia los chicos, o su supuesta actitud de "buscona". Así que dejaron de hacerle gracia y se puso una coraza para intentar protegerse. "Que te estén insultando, o te estén dejando de lado y luego se rían, nunca te llega a dar igual, pero te pones una máscara", relata, "para no quedarte sola".
"Eres como el puching ball", asegura. Lucía fue asumiendo ese papel y no decía nada. Incluso les hacía creer que no le importaba. Se reía con ellos, pero el mensaje fue calando y al final hizo mella. "Obviamente sin darte cuenta lo vas interiorizando" y "te hace plantearte si es cierto", explica.
"La máscara era para fuera, pero para dentro me machacaba muchísimo". "Si te están llamando guarra todo el rato o te están diciendo que lo único que quieres es llamar la atención, te lo terminas por creer. Ya no estaba segura de lo que estaba haciendo ni de cómo era ni de nada". Pensó: "Hay algo que hago mal".
Lo peor es que quienes la atacaban eran las que ella creía sus "amigas". "Me lo hacían solo chicas. Los chicos se reían de alguna gracia, pero no metían mucha baza". Así que fue poniéndose armaduras hasta insensibilizarse. "Una detrás de otra, y detrás de otra... Al final, no sentía".
Se enfrentaba a su día a día como un autómata. "Me voy al colegio, lo paso fatal, lloro en los baños durante el recreo... Y deseando que lleguen las clases para que no me puedan decir nada...", afirma. "No te das cuenta de que tienes un problema. Dices: bueno, pues esta es mi vida. E intentas asumir que es así". "Era tal sensación de tristeza, de juzgarme a mí misma, que entraba en una burbuja", explica, "en la que ni pensaba ni sentía. Era como un zombi".
Lucía intentó evitar por todos los medios que su madre se enterara de lo que le estaba ocurriendo. Se sentía culpable y se metió en una espiral de la que era difícil salir (sola). La tristeza se iba apoderando de ella, se encontraba "totalmente apática" y veía su vida pasar sin hacer nada para evitarlo.
"Yo estaba dejando que pasara", reconoce, "y —en ese momento— empecé a autolesionarme". "Era un castigo", añade. "Me acuerdo de lesionarme porque me echaba la culpa a mí misma". Ella se decía: "Eres tan tonta que sigues sin decirles nada". "Era como una voz en mi cabeza que todo el rato estaba diciéndome lo mala que era, la razón que tenían los demás".
"Necesitaba desahogarme de alguna manera", afirma. "Tenía muchos ataques de ansiedad, dejé de comer... Pero no lo vivía como bullying. Pensaba que me lo estaba mereciendo". Así que pasó de apretarse fuerte hasta hacerse moratones a realizarse cortes con cualquier objeto punzante. "Con todo lo que tuviese filo", explica, "hasta con la cuchilla del sacapuntas".
"También me provocaba vómitos", reconoce. Pero ella no tenía la habitual distorsión corporal que acompaña a este tipo de trastornos alimenticios. Formaba parte de su autocastigo. "No tenía ningún problema con mi cuerpo", afirma, "era para transportarme de un sitio a otro". En ese momento, "no sentía nada".
La situación de acoso fue empeorando a medida que avanzaba el curso. Los ataques verbales subieron de nivel y empezó el hostigamiento. Las gotas empezaron a llenar el vaso. Y un día decidió dar el paso de pedir auxilio a una docente del centro escolar.
Le habían quitado la ropa de los vestuarios mientras estaba en clase de natación. Se lo dijo al profesor de turno y les echó la bronca. No era nada nuevo. Era habitual que le gastaran "bromas" de ese tipo para reírse de ella. Pero, por alguna razón (que ni siquiera ella recuerda), creyó que era el momento de hablar con alguien que le pudiera ayudar. Así que se armó de valor y eligió una maestra que reuniera ciertos requisitos para sincerarse.
"Nunca me han dado una paliza", le explicó, "pero me están insultando todo el rato". Le comentó cómo se sentía y le contó los detalles de las cosas que le hacían. Su respuesta: "Son cosas de niños". A Lucía se le cayó el mundo encima. La persona que pensó que "podría darme seguridad o hacer algo al respecto", le dijo: "Ya pasará". Eso le hizo enfadar y sentirse aún peor. "Yo sentía que nadie me veía", señala.
En una cosa llevaba razón. Llegó un momento en que los insultos pasaron. Pero llegó el vacío. "Nadie me hablaba", asegura. La situación era insostenible. Se mantuvo durante dos cursos completos. Lucía pasó toda la segunda mitad de 2º de ESO pensando: "Me quiero morir". "Ya no sabía dónde ir, no sabía qué hacer", advierte, "estaba pensando en suicidarme".
Afortunadamente, había algo que le impedía hacerlo: el amor a su familia. Pensaba "ojalá pudiera desaparecer" pero entonces recordaba "tengo una hermana, tengo mi madre… No puedo hacerles eso".
"Mi madre y mi hermana me han caído del cielo", exclama Lucía. Sabe que hoy está aquí, en este punto de su vida, gracias a ellas. "Mi hermana le dijo a mi madre que me había encontrado llorando muchísimo en el baño y que estaba fatal". Esto la puso en alerta y empezó a hacer sus averiguaciones. Sin decirle nada, empezó a revisar sus conversaciones de móvil.
Por aquel entonces, Lucía salía con un chico mayor que fumaba porros. Así que su madre encontró chats en los que hablaba de sexo y drogas con naturalidad. Pensó que sus problemas estaban derivados de esa situación y la seguía de cerca. Pasado un tiempo, le dijo: "Lucía, tenemos que hablar".
En ese justo momento, se vino abajo. No podía más. "Había estado aguantando todo ese tiempo, guardándomelo", explica. "Es el recuerdo más vivo que tengo, el de explotar. De ponerme a llorar, de hiperventilar y decir: mamá, no puedo. De verdad, que no puedo. Me quiero morir". "Mi madre me iba a echar una bronca, pero se dio cuenta de que necesitaba ayuda".
Le buscó un psicólogo y empezó a hacer terapia. Aunque cada día se tenía que seguir enfrentando a ir al colegio, a los insultos, a las bromas de mal gusto y al vacío (que era aún peor). "Se siguen riendo de mí... Un día me rompí el brazo porque me quitaron los zapatos, yo corrí detrás del chico que me los había quitado y me lo rompí", lamenta. "Me acuerdo de un día que me enviaron un video diciendo que estaban ahí todos juntos y que yo estaba sola porque no tenía amigos".
Pero llegaron las vacaciones de verano y pudo respirar. Empezó 3º de la ESO en el mismo centro, pero algo más fortalecida, tras unos meses de terapia y desconexión del círculo acosador. Afortunadamente, poco después su madre logró cambiarla de colegio y ella pudo dejar atrás aquella vida infernal. "Ojalá que todo el mundo que pase por esto tuviese la misma suerte que he tenido yo", sentencia.