Ada Colau se ha olvidado en un tiempo récord de sus promesas y de sus costumbres. Poco queda ya de la alcaldesa que se movía en Metro. Escasas semanas después de estrenar el cargo, dejó el Metro y se subió a un monovolumen con los cristales tintados. Así podía desplazarse por Barcelona con su núcleo duro sin ser vista por los transeúntes. A veces, se baja un par de manzanas antes de donde tiene los actos o citas. Trata de parecer una ciudadana corriente, pero se escuda en las obligaciones de su cargo para permitirse teóricos lujos que pensaba desterrar.
Además de al coche, Colau tampoco ha querido renunciar a una escolta permanente. Entre otras cosas, para evitar las molestas protestas que le pueda dedicar algún ciudadano que, como en otros tiempos ella con el disfraz de supervivienda, pretenda denunciar una injusticia o reivindicar alguna causa. Pero la protección no se limita a sus apariciones públicas. Es permanente y ha requerido del alquiler de un local anejo a su vivienda particular con un coste de 13.000 euros al año. A esa cantidad hay que añadir los 23.030 euros que se han tenido que pagar para reformar el espacio y dotar la vivienda de Colau, la calle donde se encuentra y la propia garita de los guardaespaldas de un sofisticado sistema de vigilancia.
Al igual que Artur Mas o Carles Puigdemont, que tienen retenes permanentes para su cuidado, Ada Colau dispone ya de una protección y unos sistemas de vigilancia que nada tienen que envidiar a los de cargos de mayor rango. Atrás queda la alcaldesa de la gente que pretendía "normalizar" la política y acabar con los privilegios. Primero colocó a su marido, Adrià Alemany, de asesor. Luego pasó del suburbano a un monovolumen. Después se ha bunkerizado el domicilio como Mas. Mientras, el Audi del anterior alcalde cría polvo en un depósito municipal porque Colau no quería un coche oficial sino un monovolumen como el del equipo A.