Un caso real que, imagino que por su habitualidad contemporánea, no ha trascendido. Me lo cuenta ayer el abogado del bando perdedor: el miembro masculino de una pareja que convive en la misma casa deja un despreocupado "post-it" amarillo en el frigorífico, dirigido a su miembra: "anoche te escapaste, pero hoy toca. Mentalízate", reza la papela. No creo haga falta aclarar qué mentalidad es solicitada: se entiende todo, como al alcalde de Valladolid. Sucede que la pareja, ese día, discute por otro motivo que no hace al caso. La miembra, tras llegar a casa y mirar la nevera, se va con el "post-it" a los tribunales de guardia, y, según su contenido, condenan al miembro por "amenazas". Mentalízate: ése es el país en que nos hemos convertido. ¿Alguien dijo no sé qué de la libertad, me pareció oír hace treinta y cinco años? Al cambio, han sido, aseguran, cien años de honradez (y ni un minuto más), cuarenta de vacaciones y ya todo lo que nos queda que pasar sobre la tierra leve sin poder escribir ni decir nada en absoluto, porque para esta extrema derecha de izquierda de ahora la mera existencia del hombre ya es sospechosa de algún delito. Después de Dragó, van a por el articulista catalán Salvador Sostres.
Lo han pillado en una conversación privada, en Telemadrid, despreciando un posible debate público sobre lencería (a su lado, el también columnista Alfonso Ussía dando con una clave importante: la lencería femenina, sobre todo la cara, es antimorbo, y en efecto, ¡donde estén las braguitas baratas con fresas estampadas de supermercado!). Lo han pillado a Sostres, digo, diciendo que lo admirable de verdad es el panecillo de las mujeres jóvenes, las cuales están en perfecta edad legal de tener esas cosas, en curiosa consonancia con la mayoría de edad civil que tiene Sostres para advertir la insoslayable realidad del asunto. Incluso me pareció entender, en el "audio", que el articulista traía una imagen deslumbrante para esmaltar su decidido partido a favor de un rasurado cuidadoso, la de ciertos pastelillos catalanes de crema cuyo nombre no recuerdo (eso que los anglosajones, en cambio, emparentan con el queso, "cheesecake"). Lo quieren, por tanto, desterrar del país, como corresponde. Uno celebra que haya alguien que todavía esté a cinco minutos de que lo echen de todos sitios. Yo de pequeñito, aunque ustedes no se lo crean, era Sostres, pero a mí ya se me cumplieron los cinco minutos casi en el milenio pasado. Ahora me dedico a escribir pensando sólo en durar, ni siquiera en cobrar.
Está visto que ni en las conversaciones privadas se puede ahora hablar de nada interesante, o memorable. Si me sacaran el "audio" de lo que he dicho en "off" en esta vida ya estaría detrás de una mampara en el Tribunal Internacional de La Haya. Si se restringiera la búsqueda a lo que he dicho en "off" durante las pausas en tertulias de televisión como poco Garzón habría pedido extraditarme y habría una órden de búsqueda contra mi bragueta. Por lo visto, los nuevos trípticos publicados por lo que Jiménez Losantos llama el Ministerio de Sanidad, Igualdad y Brujería aconsejan a los aún heterosexuales desear sólo a esas elegantes damas que compran "picardías" en las tiendas de fajas color carne y que, como en la última película estrenada de Woody Allen ("Conocerás al hombre de tus sueños"), quieren ligar durante una cena con velitas con la conversación de que, por la osteoporosis, se les rompió la cadera y entonces se cayeron, que introduce un matiz diferente, y se supone que más sugerente, a caer primero y romperse la cadera después.
Escribía Pla que el cuerpo humano es monstruoso salvo cuando es muy joven. Otro al que habría que sacar a bailar treinta años después de su muerte, como hicieron con la momia de Gaudí aquellos inquietantes tipos de los que son herederos éstos sacerdotisos de ahora. Un escritor tiene derecho a fijarse en estas cosas, las únicas que nos convidan a pasar como podamos y olvidarnos en algunos pocos instantes de exultación o teoría de lo que realmente es la vida, porque si no la pasaríamos dilucidando la única cuestión correcta que aceptan los guardianes del pensamiento, que ya venía enunciada en su totalidad en aquel "spot" de higiene íntima femenina: dictaminar sobre a qué huelen las nubes para así imaginarse el aroma de un tampón o de una compresa en mujeres concienciadas. "Toda menor es siempre demasiado mayor", me tiene dicho un amigo, admirado poeta nonanovísimo. Nunca tuve edad para saberlo: nací ya con treinta años encima, justamente cuando dejé de ser virgen, dos años después que Dalí, quien, onanista convencido, ya lo consideraba un record. Por haberme ya cogido todo a trasmano, a las menores yo las prefiero mayores, sin llegar desde luego a la carroña. Pero desde luego ésta empieza demasiado pronto, como constatan los observadores chinos, quienes sostienen que el marido primero debe estar con la que podría ser su esposa, luego con la que podría ser su hija y después con la que podría ser su nieta. Hombre, va a resultar que no toda la sabiduría oriental consiste en contemplar las carpas del estanque durante una floración de los almendros. Ni el comentarista de Telemadrid ni una inmensa mayoría de hombres, a pesar de que los veo muy callados, tienen la culpa de no ponerse excesivamente burros con la conversación íntima sobre las osteoporosis de cadera, y sus apasionantes matices.
Los y las del discurso de valores hoy dominante tienen que saber que vamos a por ellos y a por ellas. No aceptamos olor de nubes/tampón como erotismo homologado y con timbre oficial del Ministerio de la Brujería. Visto como está el asunto de los juzgados de género en España, ya se atreven pocos siquiera a conversar consigo mismos bajo la ducha y a poner incautos "post-it" en el frigorífico, pero esta acogotadora y agotadora estupidez contemporánea –gracias, me creo, a algunos adelantados como Sostres–, quedará pronto sólo como una enfermedad maloliente en la historia del pensamiento. Porque las y los enfermos son ellas y ellos, que no les quepa la menor duda.