Antes, años setenta, en las casas no existía realmente el color blanco en las paredes. Era sólo una manera de hablar. Todas eran amarillas, color incisivo de perro. Era el alquitrán de los cigarrillos adherido al interior de las casas. Incluso en domicilio de no fumadores ocurría esta curiosa tintura, pues suponía una falta de todo negarles el vicio a las visitas fumadoras y preguntar si molestaba el humo era una extravagancia intempestiva. Las añadas alquitranadas, contadas por una determinada cantidad de miles de cartones de cigarrillos, se podían detectar en el sutil "degradé" de los muebles, de menor a mayor según ascendíamos en la dirección del humo. Si uno apalizaba los colchones con aquellos tundidores de cáñamo entrelazado que he observado que o ya no existen o no se llevan, salía hasta la primera bocanada de picadura que expelió el abuelo o el invitado del abuelo. En los cuadros de las habitaciones muy vividas se formaba un como tenebrismo que hacía parecer a honrados empresarios de la conserva o a probos registradores de la propiedad algo parecido a comendadores del Santo Oficio. Incluso el plumón de los pájaros al aire libre olía a tabaco enranciado. A los murciélagos, cuando se les atrapaba vivos con un trapo negro en lo alto de una escoba, se les daba de fumar, y eso se consideraba muy gracioso. Te debías acostumbrar a que el exterior de la ensaladilla rusa, por nueva que fuera, también tuviese un hermoso "tomado" sepia. Siempre creí que los billetes marrones de cien pesetas con la cara algo inquietante de Manuel de Falla salían de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre ya de natural así, sin necesidad de colorearlos artificialmente. Era un mundo marrón. Y cuando los mayores, quienes venían respirando a través de un cigarrillo ya treinta o cuarenta años excepto los ratos en que lo hacían roncando, se inclinaban a besarte por la calle y se desplegaban las alas de su abrigo, quedaba en el aire como la enrarecida caída del cortinón de un teatro abandonado.
En fin, que yo me he tirado cuarenta y cuatro años sin ir a aquello contra lo que nos prevenían las madres, los "bares de fumadoras". No por lo que decían las madres, sino por fumadoras. Ahora que sólo son antros de mujeres malas a tiempo completo, se abre una agradable época para mí. Sólo falta que el Gobierno acabe también en los lugares públicos con esas otras molestias que impiden que me socialice como un español más: eso que suena por todos sitios y que llaman música y el tener que estar de pie (¿no terminaron con este atraso en el fútbol, hombre?). El vicio auténtico necesita silencio, comodidad y asepsia.
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La quinta manifestación de sindicalistas en Murcia, emboscados bajo la pelliza ovejera de "funcionarios" pero asomando la patita inequívoca de fuerzas de choque del zapaterismo (unen, a su tradicional frustración por ser sólo una irrisoria minoría en esta comunidad autónoma, el despertarse ahora de noche torturados por el espectacular derrumbe de su cosmovisión), ha vuelto a agredir el inmueble donde vive el presidente Valcárcel. Lanzamiento de pareados calumniosos y de huevos rellenos de pintura color de sangre. Esta vez no zarandearon a una de las hijas del presidente murciano ("zarandearon", seamos precisos: eso sólo se considera maltrato de género si la víctima es de izquierdas), porque no la pillaron. Pero volvieron a dejar su mensaje, el quinto ya en espera del sexto para la anunciada tenida del día 10, en la mejor tradición de los "gangs" y los honrados clientes de las herrikotabernas: "sabemos donde vives y donde localizar a tus hijos". ¿Y el Delegado del Gobierno? Hablando de "incidentes aislados". Tiene razón, sólo se produce el mismo, en idéntico lugar, cada cuatro o cinco días, y para qué las prisas.