Beijing, antes Pekín, es un lugar ciertamente extraño para celebrar unos juegos olímpicos. El cielo es siempre de un color más amarillo que el agua del famoso río que lleva ese nombre. El cielo de Beijing es color vieja carta de la abuela, en definición que me imagino que hubiese agradado a don José Plá, siempre en busca de este tipo de comparaciones. Cuando el viento llega del interior, de Manchuria o de Mongolia o de por allí, deposita una especie de polvillo del desierto sobre la plasta de contaminación, con lo cual el aire se vuelve espeso, bechamel, pelo de camello, el equivalente chinesco al ya extinto "puré de guisantes" londinense, que era provocado por el fuego de turba, ese carbón fresco y húmedo que tanto hizo por ocultar a los destripadores y los estranguladores en las calles de la inglaterra victoriana.
La capital del Celeste Imperio no es nada celeste, sino más bien un poblachón horrible lleno de taxistas bruscos y sin modales (no tener modales son los modales pekineses), cinturones y circunvalaciones, avenidas que cruzan media asia y la inexpugnable voluntad china de cargarse cualquier arqueología que moleste el paso del asfalto. Han ido a celebrar los juegos olímpicos en un agujero inmundo que como digo en nada recuerda al Olimpo ni al Empíreo, sino a una especie de mazmorra para oficinistas a las órdenes de una gerontocracia que de vez en cuando lava con sangre la plaza de Tiananmen, que es una especie de macroaparcamiento del "Carrefour" con gran foto de Mao pintada reventona como aquellas postales de los años cincuenta de Sarita Montiel.
Por todos lados hay policías con ese tipo de gorra que yo sólo he visto en los países comunistas, y que anuncia peligro: altas como la proa de un paquebote, a veces más altas que el propio policía, y llenas de chatarrería dorada, para que se vea bien que todos esos policías son una especie de almirantes del terror que no están ahí precisamente para cruzar ancianitas de acera. Cuando atarcede en Beijing, el cielo se pone de ese exacto tono verdoso que tenía la dentadura podrida de Mao, cuyas concubinas se quejaban de que no se los lavaba jamás, junto con otras partes aún más comprometidas. ¿En qué lugar de ensueño celebrarán los juegos la próxima vez? ¿En la sana atmósfera de Teherán, oreada y cristalina para no perderse a distancia la visión de los ahorcados en grúas? Lo de la candidatura de Madrid peligra. A no ser que el presidente Zapatero se la regale enterita a la alianza de civilizaciones.