Mi abuelo paterno, que murió antes de que yo naciera, era en cierta forma un "indignado". Todos teníamos un abuelo, no sólo Zapatero. En la durísima postguerra española de la falta de oportunidades, el usurerismo de los prestamistas (los aborrecibles "mercaderes" de entonces), la tiña, la grisura y la borra del abrigo, mi abuelo se echó a la calles de su ciudad, Murcia, contra la injusticia del mundo y a buscar pluriempleo, pues con un trabajo no tenía para nada. Se echó a la calle temprano, no a partir de la una, como los indignados de ahora, que reciben visitas oficiales y conceden entrevistas a partir de esa prudente hora, según le advirtieron a un veterano cronista de mi pueblo que pretendía llevárselos a su programa de la radio, a que expusieran sus reivindicaciones. Quería llevárselos hasta que le dijeron que les pasara antes las preguntas por escrito ("¡como si fuesen ministros!", se maravillaba el cronista). Pero hablábamos de mi abuelo, que se encontró tras la Guerra con la peor situación de España y su ya relativa juventud por todo capital.
Mi abuelo, indignado con aquella realidad de un país primero retrasado y luego devastado, no acampó en la antigua Glorieta de España, hoy llamada Plaza de la Revolución (fue la plaza elegida por los campistas murcianos del 15-m) para protestar por su suerte echando la culpa a los demás. Pero se instaló cerca de alli. A unos pocos metros de la hoy supuesta Plaza de la Revolución había un café-cantante del que se conoció como "Arenal" de Murcia, frente al río Segura, donde se puso a echar horas extras como pianista en un trío de "jazz" que amenizaba las noches de los señoritos. Como pensó que la mejor forma de estar indignado era trabajar y no permanecer acostado en una tienda de campaña, se había hecho catedrático de piano en el Conservatorio, ya que las cosas no estaban como para conformarse metiéndose a aficionado de la flauta con perro en busca de subvención. Además, mi abuelo entretenía sus ocios, los que le dejaba la crianza de diecisiete hijos con la misma mujer, con otra cátedra de leyes en la Universidad, impartiendo clases vespertinas en ella y, en una academia, también lecciones anochecidas de derecho mercantil, compaginándolas con el ejercicio sañudo de una abogacía que lo llevó a la tumba, desplomándose de un infarto prematuro pero inapelable en plena vista judicial.
Mi abuelo sí tuvo algo en común con estos "indignados" de ahora: no tenía tiempo ni para lavarse, como se quejaba su esposa, mi abuela. Por algún extraño motivo, y por aquello de que la herencia genética salta una generación, he heredado de aquél que no conocí esa capacidad para posponer el enfrentamiento con la higiene y su buen oído para la música, nada más. Nada de su capacidad de lucha, de esa ciclópea capacidad para imponerse al medio realmente existente, tan común por lo demás en los hombres (y mujeres: una hija suya, mi tia, fue la primera abogada colegiada en Murcia) de la generación de mi ancestro. Aquellos españoles sabían pelear. Tal vez es que mi abuelo, y los abuelos y bisabuelos de los que ahora anduleamos por aquí, estaba de verdad disconforme con la vida y quiso cambiarla (lo logró), y yo sólo soy un enfadado aficionadillo que me limito a deprimirme al leer por las mañanas las noticias del periódico. Él no podía pararse, como los del 15-m, a sacar decálogos políticos sacados de la filosofía del pollito Calimero (¡es una injusticia!). Estaba demasiado ocupado en sacarse a sí mismo, a su familia, a su país y a la condición humana para adelante, hasta que le explotó el corazón, a la vista de todos, cumpliendo con su trabajo en el Palacio de Justicia de Murcia. Mi abuelo era un ser extraordinario en un país donde entonces era común este tipo de gente extraordinaria. Qué habrá sido de aquella raza de españoles.