El lunes cumpliré cuarenta y tres años. No sé quién dijo aquello tan estúpido de que los cuarenta son los nuevos veinte. No me consta. Muchas veces he pensado si la esperanza de vida de hace por ejemplo un siglo (o bastante menos de un siglo) no era más razonable que lo de ahora. Con frecuencia me sorprendo reflexionando si las noticias sobre salud o sobre sociedad de los imperios mediáticos no nos cuentan la mitad de la película, justo hasta donde queremos saber, hurtándonos información preciosa que disminuiría buena parte de ese "buen rollito" en el que la oficialidad nos encierra.
Nos cuentan que, en efecto, la esperanza de vida occidental hace relativamente poco tiempo ascendía a los cuarenta años. Se ufanan los que temen a la nada de que ahora el límite de edad normal llegue a ochenta. ¿Moría la gente prematuramente entonces o extemporáneamente ahora? ¿Cómo lo podemos saber? No tengo ni mucho menos tan claro que la gente entonces muriera justo al acabar su juventud, cuando el cuerpo se hacía más vulnerable de repente. Voy sospechando, en realidad, que en esos cuarenta años daba tiempo a ser joven, menos joven, adulto y, eso sí, la naturaleza evitaba barbear la humillante vejez, no sin buen sentido. Tal vez fuera aquello menos cruel que esto de hoy. Aquellos cuarenta años eran toda una vida. Corta, naturalmente, pero nadie dijo nunca que esto fueran más de dos telediarios. Por contra, los bienpensantes y los forofos de los adelantos médicos, científicos y tecnológicos dan rango de premisa inobjetable que, en condiciones normales, aquellas vidas de cuarenta años se habían truncado en su mitad.
Pero, si se ha inventado la fórmula de estirar parece que inacabablemente la vejez (se habla de que el elixir de la antioxidación eterna está cerca, de modo que no habría demasiadas razones en contra de durar, por ejemplo, doscientos años, aunque habrá que ver con qué pinta), si bien no de hacer durar ni un día más a la juventud, pienso si todos esos años extras que han alcanzado rango de "conquista social" en menos de un siglo no estarán de sobra. Si no será repartir con el rodillo demasiado poca masa sobre una bandeja excesivamente grande. Soy de los que piensa que Michael Jackson se fue justo en el límite de tiempo en que podía hacerlo sin que su disfraz de niño resultara del todo patético, a los cincuenta años. La vida le hizo después de todo un favor, y fue clemente con algo mucho más importante que él mismo: su legado.
Leyendo las memorias del actor Errol Flynn, resulta que por dos veces tuvo el cañón de una pistola en su boca, durante horas, con la luz encendida para no equivocarse de trayectoria, habiendo avisado a los criados de que no le molestasen bajo ninguna circunstancia. No se atrevió. Eso fue a la misma edad que yo tengo ahora. Hubiese evitado arrastrar su imagen de resorte imparable y sonriente, de "macho rampante", como lo definió Bette Davis, por sucesivos papeles de acabado y borracho. La vida vino sin embargo en su ayuda, después de todo, ofreciéndole la salida de un oportunísimo ataque al corazón a la misma edad de Jackson. Prematuramente difunto, dijeron. Su tumba ponía la teórica cronología: cincuenta años de edad. En realidad, si no a lo largo, sí a lo ancho, los de Errol Flynn fueron muchos más de esos ochenta años obligatorios sin alcanzar los cuales parece que en este milenio no eres ciudadano de progreso. ¿Quién puede decir que Flynn no vivió esos doscientos años cumplidos que según los suplementos de ciencia podremos durar dentro de poco, y además ahorrándose los anuncios y los tiempos muertos?