El único novelista actual que me interesa, y casi el único también desde el siglo XIX (sólo me empiezan a intrigar cuando no les queda ya carne en la calavera, porque lo de la letra impresa como "lo que nos tienen que decir los muertos a los vivos" lo cumplo en su literalidad), es el muy reconcentrado Michel Houellebecq, a pesar de que en la sola ocasión en que he estado a menos de quince centímetros de él durante un buen rato no despegó la vista del suelo y del cigarrillo que se interponía entre él y el suelo. Mejor dicho, entre la apariencia de él y el suelo. Quizás pudo haber dicho en aquel momento como el título de esa reciente película documental sobre Bob Dylan: "Yo no estaba allí". Rarito, el tipo.
Lo he intentado, el interés literario por la narración contemporánea, digo, con un recomendado también francés de Houellebecq, con Emmanuel Carrere y su libro "una novela rusa", que se me cayó de las manos a pesar de la impresión que me produjo otro tomo suyo, "El adversario". Este verano hice una escapada a la reserva natural del Cabo de Gata, Almería, donde el novelista favorito dicen que vive habitualmente. No lo pude avistar en aquellas playas negras, pero sí a cambio a otros residentes franceses que, tan ensimismados en apariencia como él, dejaban caer, mientras se sentaban balanceados sobre los talones a la usanza vietnamita, unas bolsas testiculares de pulposo color violáceo sobre aquellos cantos rodados hirvientes de Almería, sin aparentemente enterarse ni lo más mínimo. Casi podía oler la inadvertida barbacoa. Le han dado esta semana el premio Goncourt, a Houellebecq. No sabría dictaminar si escribe bien o mal, irritante para la bienpensancia o no (si alguien se irrita leyendo a Houellebeq, es que la lectura de cualquier cosa fuera de Suso de Toro le está haciendo mucho daño y debería dejarlo, antes de que corra el riesgo de enterarse de alguna cosa). He leído todas sus obras varias veces para constatar que si mi visión del mundo es enferma al menos ya hay dos afectados en el mundo -igual que el amor es verse en el otro-, lo leo para que se me anticipe, como oráculo. Para que ese fragilísimo ser me conforte en su pesimismo radical aunque hambriento de vida, porque el histerismo optimista aplicado hoy militarmente en esta sociedad ha llegado a un límite tal que el fatalismo es lo único que no me parece tan siniestro. Sus obras son algo así como el entusiasmo indecible que sólo puede nacer de la anticipada derrota.
Las respuestas a todo están en el suelo, o eso me pareció que pretendía indicar fijamente aquel día en que coincidimos sobre la misma baldosa.
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La otra noche, contra mi costumbre y contra mi verdadera naturaleza, salí a uno de esos aburridísimos bares españoles "de copas". Siempre que no sé qué pedir, pido un tequila nuevo, ése que tiene el brillo y la consistencia de un frío duro de plata de aquellos que, dejados los suficientes años en una cajita de terciopelo, dejaban polvillo como estelar en los dedos. Me trataron de meter laca de uñas, en el bar, como si ya viviésemos en ese tiempo nuevo que anuncian Aído o Pajín. Pero pillo enseguida la garrafa. Era un sitio muy puesto. Son los tiempos, en que todo tiene la misma apariencia que cuando en España éramos ricos pero hecho con material para pobres. Todo ha sufrido un recorte. La realidad palpable es mucho más barata que antes, aunque los precios sigan por supuesto inflacionarios. Sitios que eran de confianza lo primero que han recortado es la confianza. Uno va ahora a un restaurante donde antes de la crisis comía medio bien y se encuentra con que, como decía Paco Rabal en un inolvidable personaje televisivo, "el jamón de York es papa y ballena". Pocos hosteleros, o lo que sean esos que sirven al público, pueden pagar a los proveedores de productos y materias primas de antes, que tampoco es que fueran digamos que digamos, y en cambio hay otros señores inquietantes que, en esta época de postración, comercian con lo que sea para que los locales de atención al público salgan de la crisis como puedan y nosotros hagamos como que vamos a un mundo cada vez mejor, como mandan los ingenieros sociales.
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El secretario general de los socialistas murcianos, Pedro Saura, ha sido premiado ahora con la dirección general del "Sepes", organismo del Ministerio de Fomento que no pasa por problemas de contratación. Ha sido, indudablemente, por su fidelidad a una falta de proyecto (el mismo que no tiene Rodríguez Zapatero, fuera de la agenda radical) y su larga dedicación a la inexistencia en Murcia, todos estos años. No sé si será, incluso, el premio fin de carrera. Saura tiene fama en Murcia de ser un señor algo discursivo y pesado en las distancias cortas, pero en las largas mi opinión es divergente. Ha resultado ligerísimo, como si no estuviera. Se nos ha pasado el tiempo como si nada, con Saura presentándose una y otra vez como candidato socialista a la Comunidad sin que tuviésemos ninguna noticia de ello. Su labor, de haberla, ha sido aérea como el interior de una ensaimada sin cabello de ángel. Espero que deje también esa ausencia de huella en la Administración Central, para que cuando los antizapateristas tomen el poder en el partido, tras el desastre, no sean capaces de notar que ha estado.
Hay que desearle lo mejor: que cuando alguien toque a la puerta de su despacho, haga como aquel buen director general de la sanidad murciana, Andrés Martínez Cachá, al que un secretario general del ramo halló escondido bajo su mesa. No sea que la intención de los que vengan a deszapaterizar el socialismo sea echarlo.