He leído, uno de estos días, un comentario tenido por anecdótico de unos astronautas que casi me ha sugerido más cosas que la llegada del hombre a la Luna. Lo que han dicho puede ser una pista que nos lleve a alguna parte desconocida hasta ahora. Trataban de explicar, los astronautas, a qué olía el espacio exterior. Una misión complicada, comparable a definir a qué huelen las nubes, en el conocido anuncio de compresas o tampones, no me acuerdo. Porque lo primero que nos hemos enterado es que el espacio exterior, lugar donde teóricamente toda ausencia tiene su asiento, huele a algo (eso lo hace más doméstico, menos incalculable y hostil). Dicen estos hombres cósmicos que no es un olor que podríamos llamar agradable. Tampoco quiere decir eso que sea desagradable. No es esencia de jazmín, pero al parecer se puede soportar. Es algo como a un lejano metal, avanza tímidamente uno. Otro astronauta, más entonado literariamente, evoca algo que nos es muy útil: dice que es como un olor que recuerda de su infancia, cuando golpeaba entre sí, con fuerza, dos piedras de granito.
Dos piedras chocando... Nos vamos haciendo a la idea. Ese polvillo un poco eléctrico, el olor a chispazo pedernal, eternamente suspendido de un cosmos en el que no hay manera de abrir las ventanas. ¿No será ese, me pregunto, el olor típico del "Big Bang", que aún dura, estamos tentados de decir, "en el aire", sabiendo que no hay aire? Es posible que, al igual que el olor del siglo XIX no se fue hasta la primera Gran Guerra, el Universo lleve oliendo así como han advertido los astronautas desde su creación "espontánea", que dice ahora el científico Hawking en una al parecer más literaria que científica que en plenitud de facultades intelectuales él mismo hubiese dado al discreto fuego, no sólo para evitar su publicación "inter vivos" sino también para que no cayera en manos de sus herederos. Aunque han pasado ya unas pocas siestas desde la gran explosión centrífuga, es posible que no se haya ido del ambiente el olor del inimaginable entrechocar entre la materia, a tono con la magnitud espantosa del evento. Recuerdo, a este respecto, lo que me dijeron unos vecinos de Nueva York al cumplirse el primer aniversario de la caída de las Torres Gemelas. Que, durante unos meses, no se iba de la atmósfera un olor que podría calificarse sin temor como no agradable, como a lejano metal, a chispazo pétreo, o como a polvillo de ignífugo asbesto. El "Big-bang" debió tener una espectacularidad aún mayor que lo del 11-s. Es justo que esté aromando todavía, como se advierte rápidamente con los limitados sentidos humanos en cuanto los astronautas salen a dar una vuelta.
Lo del olor del Universo tiene miga. Está tan poco vacío lo que convencionalmente veníamos llamando el vacío que no sólo tiene olor, sino que hasta debe tener sabor. Una vez estuve tentado de probarlo: en los polos de la Tierra parece que el universo empieza, si levantas el brazo, a partir de tu mano, y una vez, de excursión por allí, pensé por un momento en alzar mi diestra y chuparme el dedo, a ver si me dejaba en el paladar un regusto cósmico. Nunca olvidaré la impresión alucinante de que el techo de aire parece allí más bajo que en un edificio playero del desarrollismo franquista. Todas estas magnitudes dice ahora el
decadente Hawking que pudieron crearse de la Nada, siguiendo una precisa cuanto sospechosa ley de la gravedad que, según él, también se dictó sola, porque no tenía otra cosa mejor que hacer. Pero, ¿y si es precisamente la gravedad a lo que huelen los astronautas en sus paseos por la negrura? ¿Qué o quién decidio a qué debía oler lo gravitatorio?
La Nada del principio de los tiempos no pudo crear algo tan amanoso y comprensible por la mente humana como un simple olor en el Universo, que a los astronautas les ha remitido a pequeños recuerdos de la infancia. La Nada seguirá por siempre oliendo a nada, porque para eso es la Nada. Si siguiéramos quizás el rastro de ese curioso pero familiar olor advertido por los cosmonautas a través del espacio/tiempo, no llegaríamos a la Nada sino siempre a un Algo. Cómo no llamarlo Dios.