Aprovechando la licencia de estas fechas, que con permiso de las de difuntos en noviembre se me figuran las más espectrales del año (perdónenme, yo nací en la época del apagón general por jueves santo y la lividez ciudadana color ojo de pescadilla cocida del viernes, y no me acostumbro a otra cosa), quiero homenajear a uno de mis escritores de cabecera, saliéndome de lo que se supone, y sólo se supone, que es susceptible de incluirse en éste "blog". Se trata de un cuentista inglés victoriano, maestro de los relatos de fantasmas. Quizás el gran preboste de todos ellos, el doctor en multiples y áridas disciplinas Montague Rhodes James.
A mí estos "días de religiosidad y merecido descanso", que titulaba aquel periódico ABC bajo la dirección de Anson y que sé que ya no son lo que eran (pero perdónenme otra vez, yo nací con la que los progres llamaban "España eterna", que luego resultó que no era tan eterna) me traen desde niño un como vientecillo a la nuca que me pone la carne de gallina, o "gallina de carne", como decía el ex futbolista Johann Cruyff.
Un airecillo... ¿cómo diría? Como el soplo de las gigantescas y dolientes bocinas o bozainas procesionales, ya saben, esas trompetas de latón de varios metros de largo con ruedas, en una mañana como éstas de hace treinta o cuarenta años, "cuando estaba el Señor muerto", que se decía antes. En fin, unas fechas y un estado de ánimo ideal para imaginarme cómo hubiese sido una entrevista periodistica al eminente victoriano, doctor de todo lo impalpable, que en este terreno, sabio, calló mucho más de lo que puso por escrito.
La imposible conversación corresponde a una nonata, por frustrada, sección de periódico dominical que pretendí iniciar hace pocas semanas, y que hubiese llevado por título "Entrevistas inciertas a ciertos fantasmas". Personajes ilustres desaparecidos, en algunos casos hace siglos, que me hubiese gustado conocer. Desgraciadamente, lo de hacer literatura en periódicos tendrá que seguir esperando, tal vez para siempre. Pero no me resisto a traer aquí el texto, suponiendo que los lectores disponen en estos días de más tiempo libre del habitual y que, por supuesto, comparten mi gusto por cierta clase de relatos. Incluyo una ficha sobre el autor, y a continuación el texto de la imaginaria "entrevista". Confío en que me sabrán perdonar aquellos lectores que consideren que me he excedido en mis extravagancias.
M.R. James (1862-1936): erudito inglés victoriano. Arqueólogo, paleógrafo, bibliófilo, anticuario, medievalista, lingüista, investigador bíblico. Se educó en Eton y en el "King's college" de Cambridge. De ambas instituciones sería, andando los años, preboste y vicecanciller. Es considerado, sin mucha oposición de los entendidos, el mejor escritor de cuentos de fantasmas que ha existido jamás, aunque su obra completa de ficción no va mucho más allá de treinta cuentos breves. Nunca contrajo matrimonio ni tuvo hijos ni probablemente conoció de cerca el amor, pues dedicó toda su vida a los estudios polvorientos y las equívocas capillas. Murió, en apariencia, plácidamente, o eso ha pretendido la asustadiza Historia que trascendiera.
He llegado con cierta antelación al colegio de Eton, para la cita concertada con el eminente doctor James. Es un gran complejo de edificios de ladrillo rojo con almenas y lucernarios. Un bonito día de verano en la Inglaterra de los años treinta del pasado siglo, lo cual, contra lo que el tópico pudiera hacernos pensar, equivale a un magnífico día en cualquier parte. El sol pica y hace olorosa a la verdura, aunque es cierto que a breves expectoraciones corre ese aire cambiante de las islas que hacía decir a mi amigo Gus Robinson, de la invivible Hartlepool, en esa intempestiva costa este del país, que en en España tenemos distintas estaciones, pero en Inglaterra "sólo hay clima".
Me cruzo con varias filas de serios escolandos vestidos con lo que a mí me parece bastante etiqueta, aunque librados de los rigores de esa chistera infantil que ha hecho célebre la estampa de Eton. Los profesores que conducen a los alumnos muestran extrañeza al verme, dado que perturbo el espléndido aislamiento del centro, aunque no hay en sus ojos abierta desaprobación, puesto que hoy me he vestido de forma que puedo pasar por ser un caballero.
Aún quedan unos minutos para mi cita y, al pasar junto a un parterre de césped cortado a rape pero que surge como un "soufflé" de su molde, veo a un hombre maduro con terno y lentes redondas observando el vuelo de una esfinge de tamaño medio entre los macizos de violetas. Es mi doctor.
Sólo momentos después estoy en su despacho. El contenido M.R. James decididamente no tiene aspecto de escritor. Su plateado cabello no ha cogido esa postura deshilachada del que se lo mesa ideando fracasos o genialidades. Es una de esas caras metódicas, de académico, me digo, que hubiese hecho perder la paciencia a un Nietzsche. Tiene la mesa llena de libracos encuadernados en piel, una gran lupa y lo que me parecieron pequeñas carroñas disecadas de indefinibles animalillos.
-Martínez-Abarca: Es un placer conocerle, señor. Le he visto antes abajo, examinando las evoluciones de cierta mariposa, de esa clase que ustedes llaman en Inglaterra "oso pardo", creo.
-M.R.James: Por favor, siéntese -dice, con esa economía de gestos tan típica de los que contemplan con inocultable disgusto el volteo de manos meridional-. En cuanto a la polilla del jardín, no tiene la menor importancia. Ya sabe usted que hay quien cree que son las almas que salen por la boca de los difuntos en el momento de expirar, como según testigos le ocurrió al médico Chejov en el balneario de Badenweiler. No, aquella polilla no era, sin duda, el alma de Chejov. ¿Ha leído sus libros? Me han dicho que viene usted de España, sólo por el dudoso honor de entrevistarse conmigo.
-M.A: Así es. Su obra de ficción (pues la erudita no tengo el gusto de conocerla) se me ha hecho siempre tan corta que traté de desentrañar, sin éxito, si detrás de unos cuentos se escondían otros ocultos o escritos en clave o algo así, lo cual no sería del todo raro tratándose usted de un reputado paleógrafo. Tras ese fracaso, quise conocer al autor, por ver de no estar perdiéndome nada.
-M.R.J. (divertido): No se ha perdido usted mucho. ¡De España! Allí, según creo, la cruda luz solar lleva a una visión hiperrealista, y sin los fenómenos engorrosos de este clima inglés nada invita a creer en ciertas cosas... (se queda un momento en suspenso) Le aseguro que aquí lo que puede llegar a encontrarse uno durante el día es distinto, señor, y nada digamos durante la noche.
-M.A.: Pues hoy tienen ustedes una luz espléndida. Al venir para acá me ha gustado el efecto en claroscuro que hacía sobre ese bosquecillo de robles de ahí al lado.
-M.R.J.: Sí, ese bosquecillo es muy correcto. Y además no hay nada que temer de los robles, por mucho que haya usted oído decir cosas sobre el antiguo paganismo y el druidismo montado a su alrededor, y todo eso. Tonterías para crédulos. No, ciertamente por aquí no hay fresnos, y por tanto no hay que llevar apenas cuidado.
-M.A.: Uhmm, los fresnos. Le leí a usted algo sobre...
-M.R.J.: Sí, le pediría que nunca se echara una cabezada bajo un fresno, ni siquiera en pleno día, no sólo por su desde luego mejorable abrigo. No caeré en lo ridículo llamándolo de forma grandilocuente, como hace la gente sencilla, el "árbol del Diablo", pero desde luego si uno está fatigado puede encontrar sin dificultad sitios mucho más tranquilos, me figuro que me sigue usted.
-M.A.: Creo que sé por dónde va. No puedo dejar de mirar, perdóneme, esos restos de seres, o lo que demonios sean, que tiene sobre su mesa. No sabría determinar a qué especies pertenecen.
-M.R.J.: ¿A qué especies? Bien, hay extremos que ni siquiera un estudioso en antiguos acertijos y agujeros sellados en iglesias abandonadas está legitimado, como experto, a decir. No se crea que porque he dedicado mi aburrida vida doctoral a descifrar ciertas viejas impertinencias sabría hablarle con autoridad sobre "qué especies", al menos sin asegurarme antes con un vistazo por encima del hombro. El mío, pero, querido amigo, sobre todo el suyo.
(En ese momento ocurrió algo completamente normal en el clima en Inglaterra: unas nubes empujadas por la brisa se interpusieron entre el irreprochable sol de aquel día y el deportivo colegio de Eton, y por unos instantes, a pesar de saber que era verano, nos colocamos en noviembre, y yo diría que como hacia las ocho de una mortecina tarde, la hora de la fiebre, a pesar de ser mediodía).
-M.A.: (sin querer mirar lo que había sobre el escritorio, pero hablando de ello) Sí, ya veo que ciertos "actores" que aparecen con frecuencia en sus cuentos de fantasmas no son debidos por entero a la prodigiosa imaginación del doctor James, a pesar de que es más consolador pensar eso.
-M.R.J.(con expresión de una fatiga intelectual sobrellevada desde hacía largo tiempo): Es sorprendente lo que uno puede hallar pateando ciertas piedras que no interesan a nadie en este país, aunque le aseguro que es mucho mejor para usted que se mantenga dentro de lo previsible, sin determinadas sorpresas. Seguirá hallando luminosas algunas mañanas.
-M.A.: Hay algo que no me resisto a que me lo revele. ¿Cómo consigue dar ese toque como casual, impremeditado, de pasada, que hace sus cuentos, de una engañosa "normalidad", tan espeluznantes?
-M.R.J.: El secreto es no exagerar. Que la narración parezca tan confortable como esta amable charla en mi gabinete del rectorado del nada escandaloso colegio de Eton. Y sin embargo... (el doctor James comienza a volverse translúcido, y hasta yo juraría que algunos restos resecos sobre su mesa han comenzado a echar los dientes y a emitir un a modo de aliento) ¿Ve? ¿Conoce usted mi texto "cuentos que me hubiese gustado escribir"? Pues este de ahora mismo es uno de esos frustrados cuentos que nunca terminé.
-M.A.: Mister James, cualquiera diría que usted, después de todo, ya no existe.
-M.R.J.: (Acabando de desaparecer) No, nunca termine, señor, con algo así en un cuento, al menos uno con el que quiera tener éxito. Como le he dicho, en estas cosas no hay que exagerar.
Y ya no vi a nadie en el despacho del preboste, salvando aquello que se movía sin conciencia sobre la mesa y que no quise mirar. De alguna forma que aún no entiendo, las nubes debían haberse interpuesto algunos minutos más de lo esperable, porque el mes de noviembre ya no era sólo cosa de una pasajera voluta temporal durante el antes magnífico mediodía de junio en Eton. Y, por supuesto, hacía rato que ya no parecían sólo las ocho de la tarde, sino algo bastante más grave.