(Artículo publicado en el periódico gratuito "Crónica del Sureste")
Un político considera, desde el mismo momento en que lo estás elogiando poco para lo que deberías, que lo estás insultando. La tenue veladura entre la libre opinión y el insulto es, en efecto, tan tenue sencillamente porque no existe. Son la misma cosa. En un régimen democrático anglosajón, el político lo llama libertad de expresión, o incluso exceso no punible de expresión. En un régimen de democracia de baja intensidad, de democracia joven o de democracia orgánica el político lo llama insulto. ¡Insulto a la autoridad! Ya sabemos lo que eso significa en países con acreditada tradición dictatorial, como éste. El asunto se vuelve irrespirable cuando, encima, la judicatura hace caso de lo que les cuenta el político.
Me solidarizo con Federico Jiménez Losantos, condenado por supuestas injurias al futuro secretario general del PP Alberto Ruiz Gallardón en sentencia de una jueza llamada Inmaculada (vivimos en un país inquietante donde los jueces se llaman don Perfecto, don Salvador o doña Inmaculada: desearán ser inmortalizados al óleo con una tea ardiente en las manos). Llevo casi veinte años insultando en papel, radio y televisión: he podido hacerlo sin que intervenga la Justicia porque en realidad no son insultos. Contra lo que les pedía el cuerpo a los políticos, quienes, invariablemente, así lo consideraban. Ahora, no me dedicaría a lo mismo: no me atrevo. Se ha sentado, por la juez que se tiene a sí misma por "Inmaculada", un peligrosísimo precedente que acaba "de facto" con la seguridad jurídica de la prensa libre. Yo porque voy de retirada, pero no doy un duro por quienes estén empezando ahora a opinar. Muchachos, no hagáis como yo. No os metáis en política.