Es algo que he comentado con alguna frecuencia junto a viejos colegas de la prensa, aunque no con mi conbloguero Pablo Molina, porque él es demasiado joven y en la época de la que hablo aún faltaba mucho para que él empezara a darle al artículo: si llegamos a escribir ahora lo que con total y sagrada impunidad escribíamos en los periódicos hace doce, quince o veinte años, teniendo entonces como única frontera el Código Penal en vigor, nadie daría un duro por la continuación de nuestra carrera profesional. De aquel tiempo acá, sobre todo con Gobiernos socialistas pero no sólo, se ha producido un retroceso evidente, generalizado y brutal de las libertades públicas, que se ha contagiado a las privadas, con nuevas leyes en la mano o, peor, sin nuevas leyes en la mano (haciendo lectura perversa de las que ya había) y con la franca colaboración de una ciudadanía lindante ya con la delación y el comisariaje popular más o menos caribeño. Y eso que ya
veíamos venir el turumaje cuando, hace casi veinte años, nos hacíamos eco divertido de aquella cosa extravagante que se habían inventado en los departamentos de las universidades norteamericanas llamado "political correctness", y nos reíamos. Qué simples que son los americanos por contraposición a lo que somos los europeos, afirmábamos en nuestra superioridad intelectual, o, como decimos en Murcia, "qué tontos que son los caracoles cuando dejan que los cojan". Pensábamos que algo tan imbécil nunca podría viajar bien, fuera de aquellos departamentos universitarios de ex agitadores sesenteros y acomodados. Hemos acabado siendo todos caracoles, y todos cogidos. Por el sitio que ustedes imaginan.
Ya es imposible ocultarlo: hasta un escritor tradicionalmente tan poco dado a arremangarse para bajar al pozo ciego de la realidad española como Javier Marías ha hablado estos días del furor prohibicionista que se observa no sólo en las autoridades sino en la propia sociedad. Por supuesto, todo ha sido obra de la progretería, que reduce las libertades a paso de carga haciendo como que las amplía, a veces apoyada con abierto entusiasmo (y no sólo con su cobardía) por el reaccionarismo de derechas. Esto lo he dicho ya alguna vez, pero conviene recordarlo: cuando llegué a esto del periodismo mi primer director me dijo que podía meterme con todo menos con tres cosas: con la democracia, con el Rey y con El Corte Inglés. Hoy te puedes meter con la democracia (bajo especie de llamarla "formal, no como la de Cuba o Venezuela, que son las buenas), lo del Rey ya no es lo que era y desde que la publicidad tampoco es lo que era hasta te puedes meter con El Corte Inglés. Con lo que no te puedes meter es prácticamente con todo lo demás, sobre todo aquello de entre todo lo demás que tiene algún interés para meterse. Aquí el único que puede tirar de la manta sin miedo es Miguelito Bosé.
Hace doce, quince o veinte años escribías algo con su poco de substancia en los periódicos y todo lo más se allegaba al periódico la persona concreta a la que aludías a cogerte por las solapas, sin acudir a instancias represivas mayores. Ahora escribes algo de medio qué y de momento te encuentras enfrente a la fiscalía del ramo, a cuatro o cinco colectivos, al defensor del no se qué, al guardador de lo nosecuántos, a la asociación de vecinos, a la plataforma en defensa del cómo me la maravillaría yo, a los agentes sociales de las minorías opresivas, quiero decir oprimidas, y otra clase mucho menos tranquilizadora de agentes, al equipo médico habitual de procuradores de la corrección por el tercio clientelar y a tropocientas cuevas de "trolls" internáuticos dando a tus muertos hasta el el libro de familia numerosa. Un panorama. Y pensar que hubo un día en que incluso se podía decir algo y, a veces, incluso un poco más que algo.