SIN MÍSTICA
Con la edad, me siento inseguro, no ya en Alaska, sino más allá de quinientos metros a la redonda de mi dormitorio. Tal vez sólo estemos ya para aquel viaje interior (al interior de las sábanas) del que hablaba González-Ruano en su célebre columna febril "viaje a la cama". Fuera de ese círculo de seguridad, si oso traspasarlo, me acompaña en todo momento la sombra del "perro negro", no aquella metáfora utilizada por Winston Churchill para referirse a la depresión (aunque ésta no deja de olerme nunca las canillas, y yo la aparto a patadas), sino esa vieja leyenda inglesa del misterioso sabueso que sigue de a los viajeros cuando se internan en los descampados, y que sirve como recordatorio de los problemas, o los crímenes, que los viajeros intentan dejar atrás. Los problemas, o la mala conciencia, en la distancia siempre se acrecientan: el "perro negro" tenía, según el folklore anglosajón, las proporciones de un ternero.
Busco en el paisaje de Alaska algo que me alivie y eleve el espíritu por encima de la neblina exterior con la que amanecen aquí las mañanas y la turbiedad que yo ya llevo por dentro de fábrica. Pero no encuentro ninguna mística de ésa que los budistas hallan en paisajes tan desmesurados como éstos. El espíritu de los ríos, el hielo o las cumbres consisten en que ninguna de esas cosas tiene espíritu. Uno en la inmensidad sólo detecta que la geología tiene la pereza del león, esa pereza que es lo único que le impide levantarse contra tí y aplastarte, durante su siesta. La naturaleza no te tolera, como humano: simplemente casi nunca se toma el trabajo de matarte.
Aunque este océano del golfo alasqueño no sea mi mar, hay desde luego siempre algo amniótico que me atrae, no como las montañas, cuyo llamado nunca he sentido. Mercado de pescado de Seward, un pueblito prefabricado, como todos aquí. Un poblado chabolista bien pintado. Una de las costumbres nacionales es abandonar las cosas justo en el lugar donde dejan de tener utilidad. Electrodomésticos, caravanas, tractores, domicilios. Evidentemente, no es una estampa de Suiza. Sin embargo, este puerto de Seward se encuentra razonablemente limpio. Me sigue sorprendiendo, como mediterráneo, ese espesor mate de estas aguas tan productivas y de tono decididamente acrílico, como fotogramas en viejo "technicolor". En el puerto el mar se espesa aún más, y aunque estoy convencido de que no está contaminado, el agua parece como de lavadero público en que se hubiese empleado aquel entrañable producto de la autarquía española, el "azulete", y jabón "lagarto".
Veo reatas de jubilados catatónicos procedentes del resto del país, que tienen a esta "última frontera" como un parque temático (¡a su edad, y todavía jugando!). Se hacen fotos junto a unos pelados fletanes, o halibuts medianos, que en ese momento limpian algunos operarios. Hay codazos entre los jubilados por figurar junto a las piezas, como si no hubiesen visto pescado sin freír en su vida. Veo en sus ojos esa perplejidad del niño de piso cuando se entera de que los pollos vivos tienen plumas. Lo único que diferencia esto de nuestras lonjas barriales son la ausencia de comadres arreglando el mundo en un momento. La sociedad del espectáculo consistía en esto: en que se considera espectáculo lo que hace veinte o treinta años, al menos en España, era rutina nada espectacular. Ver sacar las tripas de animales muertos. Con una manguera unos señores vestidos de plástico limpian una sangre fresca anaranjada y desleída que tiene un lejano olor a óxido. Estos un tanto deformes pescados árticos parecen funcionar con líquido descongelante, tecnológico. Son, inequívocamente, uno de los alimentos del futuro.
Como la comida aquí no pasa de tener un marcado carácter adolescente (pero en según qué días uno se siente joven), gastronómicamente me acabo interesando mucho más por los matices de las distintas aguas. Metiéndome a agüista, como Azorín. Recordaba haber bebido una vez, sin embotellar, agua fósil de Iceberg de varios millones de años. El compactado azul celeste del casquete polar, esa petrificación del cielo. Me sorprendió, entonces, que el sabor fuese tan limpio, tan libre de presumibles dramas geológicos, como si la acabaran de hacer. Pensaba que por los grifos de Alaska salía eso. Sin embargo, y para mi sorpresa, encuentro que no es del todo inaceptable pero tiene un como deje a rana, donde a lo mejor curiosamente no las hay. Cuando niño, siempre me recomendaron beber de charcas donde se veía verdín ranero, con confianza. Era indicio de agua limpia. Pero tampoco hay que entusiasmarse. La lección que compruebo es que naturaleza incontaminada no equivale necesariamente a excelencia. La extrema pureza no siempre está donde se la presume. Por los grifos de la Villa y Corte de Madrid sale algo infinitamente más delicado.