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Crónicas murcianas

En casa de Sarah Palin (III)

Lo humano aplastado

Por el continuo filtrado de agua (llueve el tiempo en que no está nevando), la superficie no rocosa de Alaska, en cuanto la temperatura no es inconcebible, resulta esponjosa hasta lo malforme. Una como hinchazón de musgo que a veces tiene el aspecto de un brécol inabarcable, hueco. Enervante. Como pisar montones de algodón de azúcar. Un pone el pie y no termina de descender al piso firme. Resulta bastante desagradable. Además, hay que llevar además mucho ojo si uno no quiere acabar como aquellos caballos de los pioneros del Oeste, con las patas quebradas por los agujeros como conejeras que excavan los llamados perros de las praderas. Los perros de las praderas causaron más bajas entre la caballería que las tribus indias, pero tienen un aspecto desarmante y ojos de muñeca de porcelana. ¿Cómo no enternecerse con los perros de las praderas? Es la moraleja de siempre: el gran mal siempre lo producen los seres que lo ignoran. Sobre este soufflé vegetal andas cien metros y cansan como kilómetros. Tal vez si te echaras a descansar el musgo seguiría creciendo sobre tí, ocultándote a la media hora. Mejor no comprobarlo. Así que sigues clavando las piernas. El único consuelo de meter hasta el corvejón dentro de una concavidad invisible tapada por las excrecencias de la humedad es que debajo no te espera ningún animal venenoso o con colmillos: los animales aquí están muy bien enseñados, y no molestan absolutamente nada.

Uno tiende a creer que la naturaleza salvaje es un zoo, donde cada animal está, obediente, en su hábitat, como en los documentales de la 2, bajo una etiqueta identificativa. Pero la primera lección que enseña la naturaleza es que la naturaleza es aquello que existe a condición de que no estés tú: conformes vas andando, la naturaleza desaparece a tu alrededor. Todo huye, y, si no eres muy observador, no verás más que al "pájaro de Alaska", el mosquito, y creerás que estás solo en el mundo. Tenía ilusión de escuchar a los lobos árticos, en esas noches dudosas color azul cobalto que son exactamente como la conocida por "noche americana" del cine (escenas nocturnas filmadas de día, por ausencia de medios técnicos). Pero no escucho ni siquiera el zumbido del gran silencio. El silencio sólo se oye en ambientes contaminados acústicamente, cuando hay ausencia momentánea de ruido. Cuando no hay ruido, tampoco existe su contrario.

En ésas me llevan al mar, que no es totalmente líquido. Diría que es incluso un mar ligeramente gelatinoso, pues el polvillo que depositan las escorrentías de tierra firme (la "harina de roca") y el plancton operan como el espesante de las salsas. El color de los mares polares, según observé también en las islas Svalbard, es muy susceptible de ser representado por cualquier pintor de domingo, pues carece casi por entero de transparencias, si bien el estupendo tono verdín de cobre es de un gran efecto. El efecto de este mar es, en efecto, absolutamente mineral, enlentecido, y los animales se meten a ciegas en él como una tuneladora en una veta de material metálico. Las medusas, muy abundantes, alumbran como lámparas de noche. Los pájaros acuáticos (algunos rebuznan), al dejarse caer de punta, parecen no pescar, sino estamparse, laminarse. Cuando insospechadamente salen les cuesta despegarse de esa sopa. El color y el olor de este mar son magníficos, a condición de que ni por accidente caigas en él. Aunque la muerte aquí sería dulce, narcótica, poco acuática: la piadosa hipotermia ganaría a la cruel asfixia.

Las dimensiones de todo son abrumadoras. No hay nada hecho a escala del hombre. Ni las comidas. Empezando sobre todo por las comidas. No hay ni un solo matiz en esta cocina, fuera del estupendo cangrejo real que se atrapa en el mar de Bering (en mi opinión, superior a todos los demás crustáceos por su penetrante sabor a yodo entre sus pinchos, casi tan concentrado como el de los percebes: haría una paella inmensamente superior a la tan sobrevalorada de bogavante). Los fritos, la inmensa limitación del gusto, la grosería del peor "chili con carne homemade" que me como en mi vida (no me lo como) son resultado ineluctable de esta espectacularidad geológica. La obra del hombre no puede nada contra la bestialidad cósmica. Bastante que esta gente no despiece cuadrúpedos a bocados. No hay forma de introducir mesura en un ambiente que está hecho para aplastar. Hay algo preocupante en los pobladores de aquí. Los grabados antiguos de Alaska representan a los primeros aborígenes demidesnudos, tomando la fresca. Con gran desprecio al medio. Nada similar a la habitual representación del esquimal con andares de buzo, arrollado en pieles y, por eso mismo, vulnerable, en cierta forma civilizado. ¡Pero ir semidesnudo aquí! Eso sólo lo pueden hacer aquellos indios de los grabados y algunos ejemplares anglosajones alasqueños de sexo indeterminado, que van en bikini mientras tú lo haces en pasamontañas.

Esa insensibilidad incomprensible hacia las condiciones ambientales (hacen como que no existe o que no les afecta) va minando a estos pobladores. Veo que los miembros de algunas tribus originarias se arrastran por los semáforos con aspecto semihumano, amaderado. Ni siquiera parecen totalmente semovientes. No son los vicios adquiridos, ni "agua de fuego": es que llevan aquí demasiados cientos de años. Le viene a uno a la mente Lovecraft y, por ejemplo, los habitantes con aspecto batracio de "Sombra sobre Innsmouth". Dos o trescientos años más bajo los inviernos de postal de Alaska y algunas tribus sin más amenidad que la endogamia (la corrección política dictamina que han devenido invisibles: se acepta, con la actual economía visual, la invisibilidad pero no la fealdad) terminarán completando alguna inquietante metamorfosis.

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