En casa de Sarah Palin (II)
Trampa para turistas
Acostumbrado al "Estado de obras" español, me sorprendo de que las infraestructuras en Alaska, que dicen que gasta un altísimo nivel de vida, resultan a simple vista infinitamente más escasas que las de Albacete. En el total de un territorio tres o cuatro veces mayor que España, al Norte se llega por una vía pedánea, hay menos autovía que de Chinchilla a La Roda, y sólo con la estación del AVE de Barreda tendrían para tirar veinticinco inviernos. En Alaska no alcanza el presupuesto público para tirar estos cohetes. Probablemente no alcanza ya ni en la NASA. Pero ya se sabe que aquí somos tan listos que aquí el dinero de los impuestos crece en unos árboles especiales que plantan los sindicatos. En el país de las autonomías siempre se saca "pa" tanto como se destaca. Hasta Obama, escasamente sospechoso de ser un estricto contable, esté preocupado con nosotros. Vamos a tener que enseñar a estos agarrados del primer mundo cómo hay que gastar lo que no es de nadie.
Despierto en mi primera mañana alasqueña con la sensación de desarraigo y desconsuelo típica en los emigrados, no en los turistas. Ocurre que los problemas, tomando distancia y océanos para ponderarlos mejor, parecen más gigantescos en la distancia que en la proximidad. No es que cuando uno viaja cargue con sus problemas: carga con los suyos y los de la civilización occidental. Es que yo lo de ausentarme de mi piso siempre me lo tomo por la tremenda. No me quito de encima, al despertar aún entumecido por mis habituales somníferos y notar que la composición de la atmósfera es extraña, la convicción de haber sido secuestrado. Por unos momentos, creo que se abrirá una trampilla por encima de mi cabeza, me auparán del agujero y me fotografiarán con el periódico del día.
Por fin me hago cargo de la realidad: soy un excursionista entre entusiastas de esta disciplina, lo cual me pone melancólico del todo. A cierta edad ir aún de "boy scout" produce la misma impresión patética de la divorciada desesperada que se echa a la noche con estampado leopardo. Pero, para que no te llamen derrotista, hay que poner buena cara al imposible tiempo de Alaska, un sitio donde no es extraño que llueva ininterrumpidamente durante tres meses, con sus noches. Reencuentro para desayunar un viejo amigo semiolvidado. El simple vaso de leche fría. En el sur no la pruebo, no por falta de enzimas estomacales, sino de humor. La leche de los países hiperbóreos es un tolerable refresco familiar y no nuestro espeso trágala para escolares (en España a la leche se le ha dado el mismo tratamiento sanitario, para que la infancia crezca sana y feliz, que aquel rosado jarabe de calcio que expendían en farmacias). A diferencia de nuestro país, en el norte la leche con toda su nata sigue guardando parentesco con la hierba, y no con el yeso de encofrar. Tiene una cualidad ligerísima, agradecible. Aperitiva. Uno entiende entonces que los norteamericanos puedan acompañar un cochinillo con esto, sin gran desdoro. En España no puedo ni acercarme a la plasta de igual nombre. Sólo el olor, aunque se llame "leche del día", me saca de las tripas hasta la primera papilla. Ya con la fuerza del desayuno de los campeones, me llevan a una mina de oro, a través de un bosque lluvioso nada tranquilizador. Uno oye ese ruido inequívoco, decididamente gorgoteante, que produce la madera podrida, hinchada de agua, al estirarse: los árboles muertos se comunican croando como batracios. Es muy raro. No veo ni un pájaro, pero aquí es lo vegetal lo que se comporta como animal. Pienso que un bosque debería ser siempre así, desordenado, fermentado. En los de Europa, los nórdicos, por ejemplo, siempre he tenido una sensación demasiado doméstica, como si acabara de salir el jardinero francés, podando geometrías.
Uno de los deportes nacionales en Alaska (por detrás de disparar desde el coche a las señales de tráfico: el país es un inmenso polígono de tiro) es tratar de descubrir un remanente de oro en los ríos. La tarea del fin de semana, para muchas familias de "La última frontera", es cavar fosas en el lecho fluvial y vigilar con una palangana cualquier brillo dorado arrastrado por la corriente, como los profanadores de tumbas que buscaran la dentadura de la abuela. Hay quien ha encontrado una pepita y ya todo el sentido de su vida girará alrededor del día en que encontró la pepita. Encontramos a un tipo con barba y camisa de franela que muestra orgulloso la foto de un trocito de oro que alguien encontró a no muchos cientos de kilómetros de su casa, y la seguirá mostrando a los nietos. No parece que haya mucho que hacer por aquí.
La única fonda que hay hasta donde alcanza el ojo del satélite lleva un nombre muy a propósito: "Trampa para turistas" (o más exactamente, encerrona, cepo, ratonera). Ah, este encantador paraje de irás y no volverás. Recuerdo aquella película que se titulaba así, un típico "survival" de los setenta con cara de piedra Chuck Connors. Un argumento muy de la época, que continúa vigente: cuando el urbanita se adentraba en el país profundo, habitado por simpáticos góticos americanos, no se volvía a saber de nadie. De momento aquí entras en cualquier bar y ves que la barra de parroquianos es un muestrario de revólveres al cinto, no en la sobaquera. Como si se hubiesean adosado unas paletillas de cabrito en el muslo. Para defenderse, te dicen, de cualquier cosa que vaya contra las costumbres locales: desde los mosquitos a los osos "grizzly", pasando por los que hacen preguntas. Es broma, tío, añaden. No creo, sin embargo, que aquí tengan hoja de reclamaciones. Aunque la tengan, imagino que nadie la habrá pedido nunca. En el "drugstore", me aprovisiono de una caja de "Pabst blue ribbon", la ordinaria cerveza que bebe Clint Eastwood en "Gran Torino". Resulta excelente para confundirse con el paisaje y ejerce sobre mí esa irresistible atracción de la vulgaridad. Soy de los que sospecha cada vez más del lujo, y quien lo trujo. Pero me recomiendan que haga uso de esas latas sólo en privado y envolviéndolas en una bolsa de estraza, para que los niños, y sobre todo Dios, no me vean beber. Ya podía imaginármelo, en un sitio donde no he visto más que vagas aproximaciones al sexo femenino (la única mujer sin matices que se cruza resulta que es de West Virginia) y tampoco se advierten aliviaderos de carretera. Los únicos neones rojos corresponden a licorerías y armerías. Puede que haya puticlubs, pero no están a la vista. El país perfecto para practicar la virtud, sin distracciones. En estas montañas es Viernes Santo todo el año.
"Alaska y un señor de Murcia". En la próxima entrega, explíquenos por qué los progres le tienen tanta manía a Sarah Palin.