En casa de Sarah Palin (I)
TÉ FRÍO
El alpinista murciano Miguel Ángel García Gallego -y otros de su cuerda- me llevan medio mes a Alaska, tomándome bajo su protección, para que salga del piso, me oree y de paso publique unas crónicas. Voy de paquete, pues yo no hago pie en espacios abiertos. Es que, lector de la poesía urbanita de Baudelaire al fin, aún no sé que el campo es ese lugar extraño donde los pollos andan vivos y con plumas. Y los osos con su pelliza.
Alaska es ese país donde, me dicen, ha surgido una de las variantes más fuertes y vigorosas del famoso "tea party" en los Estados Unidos. Sin embargo el té aquí, a la intemperie, se enfría pronto. Y los ánimos: a cero grados centígrados observé una "manifa" de este movimiento político que pide un poder público mínimo y que Obama quite la mano de sus carteras. Por fin vamos a ver lo que es una manifestación de masas en el país más poderoso del planeta, me digo. La "manifa" del "tea party" estaba compuesta por dos rubitas dieciochoañeras, entusiastas, "cheerleaders", vestidas como de playa y dando saltitos con cada cuatro por cuatro que pasa a su lado. Flanqueándolas, media docena de banderas patrióticas, incluyendo una que me pareció la de la Unión Europea después de recibir una pedrada alevosa en pleno círculo de estrellas (resulta que es la enseña de aquí, la del Estado). Casi tan poca gente como en una concentración sindical española para reñir a Zapatero. Hay que ser muy "cheerleader" para manifestarse en Alaska a cuerpo, con esta pelada perpetua. Pero en Alaska logras juntar a dos bajo el relente y ya influyes en Washington. Aquí el concepto del poder de "la calle" es otro: las movimientos populares de masas, con lo que cae, discurren prudentemente por el pasillo de casa. Aparte que aquí es más factible reunir una traílla de perros que tres personas a cenar. En Alaska existe, sin duda, más densidad de población de mamuts congelados bajo el "permafrost" que de ciudadanos. Caso que Teruel existiera, la cosa poblacional de este provincia con respecto a la totalidad de Alaska andaría ahí, ahí. Aunque observo que en las expendedurías de prensa venden recortables de la ex gobernadora Sarah Palin, para que sus admiradores la vistan ora de estadista, ora de tiradora con mira telescópica experta, ora de materfamilias, ora de "supporter" de las tropas: la multiplican, ubicua, en distintos uniformes de su actividad diaria, para que abulte. Aquí o abultas o te pierdes en este paisaje bestial, a escala inhumana. Y es que Alaska son la Palin (que me cuentan que además ya viene poco), y cuatro gatos más, descontados los que cada año se matan en avioneta. Y de esos cuatro gatos, tres son osos, y de esos tres osos, al menos dos están taxidermizados. Uno grita auxilio aquí y a lo mejor el primero que te oye lo hace desde Florida.
He llegado al país, tras penoso viaje, para que me den los santos óleos. Como dicen en mi pueblo, para tomar un camino. Que lo tomo. Tres aviones de postas consecutivos, con sus correspondientes torturas aduaneras entremedias. El recibimiento estadounidense los que pretenden entrar en su territorio vale por toda una infancia en colegio interno. En efecto, ya dice Houellebecq en su última novela ("El mapa y el territorio") que el viaje aéreo moderno "es una experiencia puerilizante y concentracionaria". Debiera estar prohibido volar más de una vez al día. Se nota que eres pobre en cuanto debes hacer más de una escala para viajar a cualquier parte. La abundancia de vuelos en tu vida no equivale a más posición social, sino a menos. Como también se nota tu menesterosidad al abrir tu frigorífico: si está hasta los topes, es que te encuentras en el paro. Si tienes por debajo de dos cocacolas light vas para millonario. Si reúnes más de dos pollos fríos, ya no llegarás a nada en la vida. Hemos pasado por Seattle, una de las capitales mundiales del suicidio sin asistir, el espontáneo, me dice no sin orgullo una chica natural de allí, quien se va a establecer en Menorca quizás para no tener que saltar por la ventana. Nada más poner pie en los Estados Unidos, me detienen la policía. Gritan en mi oído y me llevan al cuarto oscuro, que por fortuna está iluminado a medias. Y me militarizan. A una mujer que va antes que yo la esposan las muñecas a la espalda, como a un conejo. Ya me veía yo explorado por el recto. Al rato, sin embargo, me vuelven a hablar como a un civil, como si fuese un ciudadano de un país democrático, y me confiesan muy amablemente que se habían confundido con otro Martínez suelto por el mundo. Quién me manda compartir cognomen con desconocidos. En el último trayecto aéreo, hacia la capital financiera, Anchorage, hay en el bimotor de "Alaska airlines" el silencio reglamentario de un furgón que nos llevara al penal. Ya he vivido alguna vez sensaciones parecidas observando al público residente en alguno de los polos, en viaje de regreso a casa: en pleno vuelo, se meten en internet y ya no salen hasta el deshielo del año siguiente. Aunque todos los pasajeros del avión parecen encontrarse en un primer estadio de depresión, la mayoría vive en Alaska por su gusto.
Nada más poner pie en un albergue del país, me descalzan. La costumbre local para no embarrar el piso. Aunque pienso si no será para que no salgas corriendo. Mostrar los calcetines siempre es una humillación, y yo particularmente me siento reducido, no sólo de tamaño. Lo dejaban claro las viejas películas del Oeste, que tanto comparten aún hoy con Alaska: un hombre sin las botas puestas está mucho más desarmado que con los pantalones por los tobillos. Los propios de este sitio lo llaman "la última frontera". (Continuará).
Bienvenido, Abarca. Se te echaba de menos. España y Libertad.
Me alegro mucho de su vuelta don José Antonio. Sobretodo de que lo haya hecho de una pieza, porque ya que ha estado allí y comprobado in situ la alta mortandad que existe entre la población de Alaska por culpa de ese medio de transporte tan habitual que son las avionetas (normal en un lugar donde apenas hay carreteras y los ríos están helados casi todo el tiempo, no queda otra que echar a volar). De haber subido a uno de esos cacharros que allí tienen como nosotros tenemos el coche, habría comprobado con horror que siempre llevan dentro una cuerda atada a un ancla... Sí, no se rían. Un ancla de barco atada a una cuerda dentro de la avioneta, es el freno de emergencia. Porque tampoco hay pistas de aterrizaje dignas de tal nombre y aquella gente cuando trata de aterrizar lo hace siempre donde puede y como puede. Si al final de la "pista" viene el barranco (que es lo habitual), el "freno de emergencia" al final de la cuerda, hace que la vida del piloto y los pasajeros dependan por completo de su eficacia.