Echando cuentas, Miguel Delibes es ese autor al que he leído desde siempre y eso prácticamente no lo he sabido hasta ahora que se ha muerto, cuando además yo creía que se había ido hace ya mucho (el propio Delibes también lo creía). Cuando los únicos libros que existían en mi vida eran los obligados del cole, casi todos resultaba que eran de Miguel Delibes, autor bien considerado por la oficialidad católica una vez expurgadas las rachas ventosas de duda metafísica y ese como erotismo imposible con sabañones y olor a jabón lagarto que se adivina aquí o allá en sus novelas. El pesimismo de Delibes no era expurgado, sin embargo, por las autoridades: el pesimismo delibiano daba buen "tono", según los directores espirituales, porque convidaba al recogimiento de nuestras almas efervescentes, demasiado expansivas.
Sin contar con la cuestión del frío paramero que recorre la obra de este autor, de mejor tono religioso aún. En mi cole se utilizaba el frío como una anticipación de una concepción aterida del Cielo, una especie de "palacio de las corrientes de aire" sin principio ni fin, ni tampoco puertas. En las duchas de enero en el cole nunca había agua caliente, por no favorecer la ensoñación, y las capillas tenían un piso de losa desde el que crecían dendritas de humedad que subían como plantas parasitarias por nuestros pies. El frío tenía prestigio como ahuyentador de malignidades, parecidamente a las ristras de ajo. Tener en las manos algunos libros de Delibes provocaba que se pusieran las uñas azules al experimentar aquellas "peladas" que mis autoridades educativas reputaban salubres para los espíritus.
Pensándolo muchos años más tarde, tan tarde como el otro día, a la muerte que ya creíamos sucedida de Delibes (a mediados de los noventa ya se declaraba "harto" de la vida), he resuelto que nunca me interesó la caza ni mayor ni menor, detesto los cierzos vallisoletanos, me parece espeluznante y como para salir corriendo toda aquella existencia mesetaria que para alguien paredaño al mar mediterráneo como yo resulta aproximadamente siberiana e incomprensible. Pero, como toda su obra había ido cayendo en mí tan sin sentir, durante toda mi primera formación, resulta que es un extraño caso de autor al que he leído casi más que a nadie, sin voluntad de hacerlo (vaya en mérito de la prosa de Delibes que tampoco experimenté ningún disgusto escolar por la imposición docente).
En cambio, he venido entendiendo profundamente la deserción de Delibes desde que murió su mujer. Su sentirse como translúcido, transcurriendo como pudiera a través de los minutos de la basura, que han resultado ser decenios. Es el único frío de Delibes que me sigue alcanzando, cuando evito todos los demás, a estas bajuras de mi vida y en mi cálido rincón provinciano, porque es el única helazón, la de una pérdida sin posible reemplazo, que desgraciadamente no se entibia en mí siquiera en las incandescencias del verano.