Hace un lustro cené unas cuantas noches en Tokio con Fernando Sánchez Dragó y su mujer japonesa, Naoko. Era un tiempo en que yo todavía cenaba con alguien. En realidad, era un tiempo en que yo, sin ningún temor a exagerar, podemos decir que cenaba. Después de convidarnos algunas noches en algún que otro restaurante memorable y carísimo donde cocineros buchones con pinta de luchadores de sumo y situados en una especie de "ring" parapetado con todo tipo de bichos crudos me emborracharon de "sake" como a un grajo (me servían sin cesar en una especie de cuadrícula de marquetería que debía rebosar hasta el plato situado debajo: se apuraba la marquetería de un solo trago, y luego se hacía lo mismo con el plato, así hasta acabar con todas las existencias del local), probamos en un sitio especializado en cocina con ajo del que Dragó había oído hablar.
El ajo no es un elemento autóctono de la cocina japonesa, pero ha sido adoptado allí con verdadero entusiasmo. Más entusiasmo, desde luego, del que mostramos nosotros tras probar de qué iba aquello. Como en el plato no había nada que absorbiera sin remedio nuestro interés, nos pudimos dedicar por entero a la conversación de caballeros. A hablar, por supuesto, de lo único, todo el tiempo.
A Dragó, no es secreto, le gusta cuanto tenga que ver con el sexo, por tierra, mar y aire, echándole literatura o sin ella. Los hombres en esto se dividen en dos categorías: los nuevos clérigos progres que, parafraseando lo que decía José Luis Coll del ministro tecnócrata franquista Laureano López Rodó en uno de sus libros, después de mear se quitan los guantes, ésos que pasan por su angosta existencia sin enterarse de nada, y aquellos que son de los nuestros. Yo, como enseguida nos olfateamos, era de los suyos. Naoko, la esposa japonesa de Dragó, que es una delicia de persona, agudísima y sin más manías de las imprescindibles sobre el asunto que nos ocupa, nos asistía y daba su bendición en todo. "Mi matrimonio con Naoko es irrompible: ella me acicala y me peina cuando he quedado con alguna alumna". Para la confección de esta charla, hay que aclarar a los nuevos policías del pensamiento, no se utilizaron ni se les causó daño alguno, y ni siquiera se las mencionó, a alumnas menores de dieciocho. Allí, en el restaurante del ajo, se sabía de qué se estaba hablando, en uno de los diálogos más enriquecedores y desvergonzados de mi existencia, mientras que los nuevos clérigos y clérigas progres, pobres, se irán de este mundo sin haberlo en realidad pisado.
En determinado momento, las confidencias recayeron, no en la recreación literaria de las niñas de trece años que pervierten menoreros en el Japón de hace cuarenta años, que es por lo que ahora persiguen a Dragó los quelonios que no se comieron un colín ni en las comunas del sexo libre (ay, Eduardo Sotillos, en lo que has terminado), sino en las perturbadoras delicias del "squirt" femenino que mutan los blandos campos del pluma en un recinto de waterpolo. Cosa muy seria y definitiva. Dragó consultó en ese momento al oído de su envidiable esposa, quien le dio permiso para publicitarlo, como a mi vez estoy haciendo ahora, y me dijo: "Naoko es de ésas". Ni mil palabras más. Aquello, en efecto, era una conversación de especialistas y amantes de, como el personaje de Ripley de Patricia Highsmith, "lo mejor". Los progres no tienen nada que aportar ni nada que reprocharle ahora a la literatura sexual dragoniana porque, tan multicultis como presumen ser, sólo respetan las tradiciones foráneas en cuanto sean represoras, nunca las libertarias (¿Qué piensan hacer con su multiculturalidad una Aído, una Pajín, o un Sotillos, cuando sepan que en la muy destilada pureza cultural japonesa las colegialas pinchan sus retratos junto a su número de móvil en locales perfectamente públicos, para que las llamen los ejecutivos, y así negociar?).
Con una moralina indistinguible de la de las viudas corsas, la ranciedad progre no sólo no pueden soportar, según acertada definición, "que alguien, en ese momento, en alguna parte del mundo, esté siendo feliz sin su permiso", sino que también predende que la postura del misionero la permita el Estado sólo a sus multimillonarios comunistas, cuando se prosternen de hinojos para recoger un sobre de billetes de banco del suelo.