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Crónicas murcianas

Al "homo abarquensis" también le gusta Merkel

Me acusa mi conbloguero Pablo Molina de una serie de impertinencias gastronómicas que no voy a darle el gusto de refutar de nuevo, al menos de momento. La agria polémica seguirá en capítulos posteriores aunque, en bien del lector, no serán entradas al "blog" sucesivas, sino más o menos espaciadas y para rebajar la digestión de asuntos tenidos por más graves. Porque también habrá que escribir de otras cosas, aunque sean menos importantes (en mi opinión, vagamente siciliana, cualquier cosa es menos importante que comer bien).

De pasada, eso sí, le reconozco a Molina, quien sugiere que soy una especie de cavernícola, que ha acertado completamente al escribir que yo me abalanzaría indignado sobre el primer hombre que echó un por lo probable maravilloso entrecot irresponsablemente a la hoguera, a ver qué pasaba, porque ese hombre fue el "homo antecessor" de los experimentos del "quimicefa" de Adrià. El origen del mal. En cuestión carnívora, soy de la escuela francesa. O sea, que me gusta "ensanglanté". Aunque respete la otra escuela, la argentina, que se queja de que los afrancesados cárnicos nos comemos la carne "que aún está mugiendo". ¿"Homo abarquensis" comedor de carne cruda? No se equivoca, pero recuerde, señor Molina, que este tipo de hombres primitivos cenaban todas las noches en el hotel Algonquin de Nueva York, en las refinadísimas tertulias literarias de los años 20, y pedían "carne a la bombilla", que como su propio nombre indica estaba inexistentemente hecha, vuelta y vuelta, sólo al calor que despide una bombilla de 25 watios... Le recuerdo que el ambiente cultural de Nueva York, entonces, era una cosa bastante fina y desde luego muy seria. Lo que usted dice primitivismo gastronómico puede tener un refinamiento inaudito.

Le acepto, señor Molina, lo de elegir padrinos, y armas, para dirimir una cuestión que, aunque se lo parezca a muchos lectores, no es menor. Eso si no echamos mano de la forma de solucionar estas cosas entre escritores que lamentaba que hubiese desaparecido en esta insípida actualidad el inmenso ensayista inglés Paul Johnson: con una buena bronca tabernaria por cuestiones intelectuales. Es decir, a puñetazos, a ver quién puede más, si los platos de veinticinco gramos de peso en báscula rellenos de helio y literatura de Adrià con que se defenderá usted arrostrando la posibilidad de desvanecimiento, o la sólida comida de pueblo que me ha cocinado toda mi vida mi ama Pascuala.

Por otra parte, y por olvidarnos de lo que nos desune y apoyarnos en lo que nos une, estoy completamente de acuerdo con la observación de Molina sobre que este país quizás ha degenerado lo suficiente y se ha vuelto tan irresponsable como para no poder gobernarse solo, y no vería con malos ojos una tutela extranjera, por ejemplo, como emplaza Pablo Molina, de la canciller alemana Merkel. Siempre he pensado que los españoles guardan una formidable fuerza emprendedora y repentizadora dentro de ellos, mayor incluso que la italiana, que nos podría hacer crecer mucho más en mucho menos tiempo que los demás. Pero para ello los españoles necesitan cierto método, determinada disciplina, y sobre todo olvidarse de esa funesta manía celtibérica de convertir al país en el "atolón Bikini" donde se explosionan de manera teóricamente controlada ideologías y sistemas ya viejos y fracasados fuera, desde el "krausismo" decimonónico al sindicalismo no menos decimonónico, pasando por ideologías totalitarias de masas (por ejemplo, ¿qué país europeo tiene aún una socialdemocracia a la que le repugne el mercado?). Si no, los españoles se convierten en lo que estamos viendo.

Y el próximo día, hablaremos de la polémica del Cristo de Monteagudo (ese monumento en lo alto de un promontorio murciano que, como si fuera el toro de Osborne, quiere desmontar ahora una recalcuza de progres, como si el fundador del cristianismo, el más perfecto símbolo de civilización, fuese símbolo de la represión extranjera) y de cómo este tipo de asuntos deben poner en primera línea de nuevo el saludable pacto tácito entre católicos conservadores y agnósticos liberales.


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