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Crónicas murcianas

A favor del pasado y contra los intelectuales en la cocina

Cuando yo era un ser larvario que escribía en Diario 16, llegó un día al periódico un señor muy enfadado porque en un pie de foto en el que salía como figurante accidental le habían llamado "otro individuo". Venía a pedir explicaciones sobre qué habíamos querido decir con "individuo", porque no sabía lo que era exactamente pero a él le sonaba mal. Se calmó cuando se le hizo ver que "individuo" no era más que la manera de singularizar su persona, para no confundirla con el resto de actores que salían en la instantánea. Bien, pues a mí me suena fatal eso de mi conbloguero Pablo Molina en su entrada anterior, diciendo que mi crítica al restaurante El Bulli era "peregrina", aunque no sé exactamente qué es lo que significa peregrina. ¿que voy en procesión de peregrinos, prosternado de hinojos, a la cala gerundense donde se asienta El Bulli, a ejemplo
del propio Molina, admirador del humo inconsútil aromatizado con aire abanicado de colibrí?

Me huele mal lo de "peregrina", aunque no voy a ir al diccionario a comprobarlo. Así que, al igual que aquel "individuo" en Diario 16, espero una satisfacción por parte del conbloguero. Pero, mientras, haré la contraréplica a su réplica anterior, en la que el señor Molina entraba en un estado delicuescente ante esta cosa intelectual en que se está convirtiendo el comer.

Me acusaba, aparte de ser peregrino a causa de mi crítica al mal que había causado El Bulli en el mundo a través de sus imitadores, de haber comido en mis viajes "insectos, platelmintos y nematelmintos". Me pasa con los platelmintos y nematelmintos lo mismo que con la palabra peregrina, que son términos que también me suenan mal pero no voy a ir a internet a consultar ahora que estoy sentado y no hace falta que me levante. Dos satisfacciones lingüísticas ya me debe Molina. En cuanto a los insectos, confieso de plano: me pierde el conocimiento sobre el terreno de la cultura gastronómica interplanetaria. Para mí, lo que se come en un país es infinitamente más importante que sus monumentos. Si hay país donde la cultura tradicional come insectos, yo como insectos, aunque debo decir que cualquier cosa con más de cuatro patas o con menos de dos en principio me inquieta. ¿No quiere Molina cocina "tecnoemocional", que llaman a esa cosa de Adrià? ¿habrá algo más "tecnoemocional" que zamparse por ejemplo una langosta de las de plaga bíblica, que es como dar cuenta de un robot en pequeñito, uno de esos a través de cuyos ojos marcianos parece que te está mirando Dios, que hubiese escrito, y perdón por la cita políticamente incorrecta, Juan José Millás? Hay un
principio indefectible que me ha enseñado el paladar: si hay algo que por costumbre lo come la población de alguna parte del mundo, por exótico que sea, y hasta donde yo he alcanzado hasta ahora, está siempre bueno para un paladar occidental. Pero si uno utiliza, claro, el paladar y no sus aprensiones. O casi siempre está bueno: el divertido chef Anthony Bourdain no podía soportar el "natto" japonés, habas de soja en estado de podredumbre, capaces de conferir un inquietante hedor tumbático a todo un restaurante. Confieso que a mí no me desagrada, lo cual no quiere decir que me llene de gozo. Que yo recuerde, los dos únicos sabores que me han ofendido profundamente en mi vida, aparte de cualquier plato tradicional mal cocinado o cualquier plato "actualizado" bien cocinado, son los del escorpión negro gigante, que sabe a algo así como desván cerrado durante cien años, y el remero gigante asiático, especie de voluminosa cucaracha acuática, de sabor inquietantemente similar a grasa de jamón rancia envuelta en papel celofán. Pero aquí no hemos venido a hablar de insectos, que, dicho sea al paso, se están extendiendo en las "cocinas creativas" y por tanto el sr. Molina puede llevarse un susto un día de estos en alguno de sus templos de "disseny".

Porque aquí a lo que hemos venido, sr. Molina, es a hablar de en qué consiste la gastronomía, y me temo que hay dos cosmovisiones incompatibles: los que consideran que consiste en un acontecimiento artístico proyectado hacia el futuro, y los que consideramos que consiste en una identificación espiritual que se recuesta dulcemente en el pasado, en una nostalgia de lo no vivido. Todos los escritores gastrónomos que he respetado se inclinaban por esta segunda opción: Luján, Domingo, Plà, Revel, incluso Montalbán, sin necesidad de remontarnos a Escoffier, ni nada. Por ejemplo, frente al Mar Egeo, nuestra auténtica cuna, señor Molina (que no Marraquech ni Luanda, por mucho que quiera el de la Alianza de Civilizaciones), uno de los momentos más perfectos de mi existencia vino al comerme un sencillo "octopodi". Yo era en ese momento la última reminiscencia de millones de miembros de mi cultura ancestral que lo habían comido antes, exactamente de la misma forma y exactamente en el mismo sitio: un "octopodi" ligeramente seco al sol y luego braseado. Lo acompañé del mismo vino que se había bebido en el siglo de Pericles, conservado en resina de pino. No era un buen vino. Pero tenía la virtud telúrica de hacer de mí un átomo en perfecta armonía con los que se desperdigaron en el éter al morir todas las generaciones de mis ancestros. Era todo perfecto. No sé si me explico. Y quien dice un "octopodi" dice unos michirones (si se me sigue provocando, otro día hablaremos de las perfecciones gastronómicas murcianas, y el terrorismo contra ellas, que existe). No sólo me ha ocurrido con nuestra cultura grecorromana. También en culturas, y me repugna el término porque revela suficiencia, exóticas. He tratado de meterme en la masa de la sangre de culturas extrañas al comer platos que a su vez me mordían a mí (en España se está generalizando el pánico al sabor, al de verdad). He comprendido planetas ajenos a través de alimentos manipulados de una forma siempre atesorable que se repiten incesantemente de unas generaciones de bocas a otras. Como ve, sr. Molina, esto no tiene nada que ver con la vanguardia, sino con vidas no vividas que, de alguna forma, recuperas a través del gusto.

Son dos concepciones del mundo irreconciliables, y en gastronomía, qué quiere que le diga, sr. Molina, es usted un progresista sin paliativos. Si quiere mándeme a sus padrinos por lo que acabo de escribir, pero no cambio ni una letra.

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