Juan José Omella, el cardenal que se jacta de su proximidad al papa Francisco, ha sido el elegido por los obispos para presidir la Conferencia Episcopal Española. El arzobispo de Barcelona es considerado un pastor a la manera que pregona Jorge Bergoglio, alguien cercano, de puertas abiertas y poco protocolo. Sin embargo, se le ha visto poco por los barrios de la periferia de su diócesis, allí donde la Iglesia está más viva y es menos amarilla gracias a la contribución de las nuevas hornadas de emigrantes de origen hispanoamericano.
Desde su llegada a Barcelona a finales de 2015 ha cultivado unas excelentes relaciones con la clase política, lo que le llevó en plena crisis por el golpe de Estado separatista a ofrecer sus servicios de mediador a favor del independentismo, la corriente mayoritaria entre los curas de las principales parroquias.
Omella recibió en esos círculos una fría acogida. A pesar de que se esforzaba por hablar catalán, no era un obispo catalán, sino de Cretas (Teruel), donde nació un 21 de abril de 1946. Y tampoco venía de una diócesis catalana, sino de ejercer como obispo en la diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño. La curia separatista quedó muy tocada por la decisión del Vaticano, pero esos sacerdotes enseguida comprendieron que sus temores no eran fundados. Omella logró su favor por la vía de mantener las viejas estructuras y los nombramientos de su antecesor, Martínez Sistach, de modo que no había que temer que se levantaran las alfombras. Ni siquiera que se abrieran las ventanas. Barcelona seguiría siendo una diócesis de estelada y de espaldas a los fieles no separatistas.
La extremada prudencia de Omella, su temor a enemistarse con los gerifaltes locales y los pies de plomo con los que se condujo desde sus primeros pasos en Barcelona le llevaron a empatizar con personajes como Oriol Junqueras, un político que ha hecho del catolicismo una práctica de postureo. En octubre de 2017 fue utilizado por los independentistas como parapeto ante el 155 tras la celebración del referéndum ilegal. Sus habilidades negociadoras no dieron resultado alguno en el Gobierno. Sin embargo, al cardenal le sirvieron para acentuar su perfil de personaje "moderado", "tolerante" y "conciliador". Considerado el candidato del Vaticano, también lo era de Moncloa precisamente por sus equilibrios y papel propenso al separatismo durante el aciago otoño de 2017.