Cuando muera, los redactores urgentes de obituarios lo despedirán con un tópico: "Amando de Miguel, el sociólogo de España". El titular será consecuencia de cuarenta años asomado a las pantallas de los televisores, si bien últimamente se prodiga o lo prodigan menos, quizás porque no da bien el tipo del nuevo tertuliano, gritón e indocumentado. El titular será consecuencia lo mismo también de cuarenta años en las tarimas de la Complu, universidad a la que ha donado su cadáver, en parte para que los estudiantes de Medicina hagan prácticas con él, en parte para subvertir una jubilación que lo mantiene apartado de su alma mater como si de una orden de alejamiento se tratara. Es seguro que el obituario recogerá en los últimos párrafos las declaraciones recientes en las que nuestro entrevistado se mostraba a los lectores arruinado, en el papel de mendigo o casi. Pero solo un pope de la Sociología estilo Juan José Linz –o, ya puestos, Amando de Miguel– podrá decir si el caso que nos ocupa y nos preocupa es el más claro ejemplo de eso que llaman vivir por encima de las posibilidades.
–Gonzalo Altozano: En la descripción que hace en sus memorias del entierro de su hermanillo es más minucioso en el relato del paisaje y del paisanaje que en el de sus emociones. ¿Fue ese su primer trabajo de campo como sociólogo?
–Amando de Miguel: No fue tanto eso como la primera vez que me rebelé contra las normas establecidas. Yo lo que quería era echar tierra sobre el ataúd, pero todos me decían que no podía, que era mi hermano y que, además, tenía que llorar. ¿Y por qué no podía echar tierra? ¿Y por qué tenía que llorar, si no estaba apenado?
–GA: ¿Era acaso un niño feliz en una Arcadia feliz?
–AM: La vida en un pueblo de la España de la posguerra no era ninguna Arcadia. Estaba llena de miedos, como la plaga del escarabajo de la patata, que acentuó en nosotros, los niños de Pereruela, el sentido fatalista de la vida. También estaba llena de carencias. No había agua corriente ni electricidad ni, por tanto, ducha o televisión. El primer frigorífico –a plazos, naturalmente– funcionaba con hielo. Yo lo vi llegar. Parece que fue hace mil años. A veces pienso que tengo mil años.
–GA: Tampoco abundarían los juguetes.
–AM: A mi padre no lo vi en toda la guerra. Porque yo nací –perdonadme– en la edad de la propaganda, el mismo día que Hitler regaló a Franco una emisora de radio: Radio Nacional de España. A mi padre, digo, solo lo vi cuando acabó la guerra, que llegó a casa con un caballo de cartón. Era el único juguete del pueblo, así que todos los niños se montaban en él. Lo recuerdo de un tacto suave. Lo recuerdo también enorme. Aunque a lo mejor no lo era tanto y el pequeñito era yo. Es una historia tan bonita que la voy a hacer en forma de cuento o de novela.
–GA: O sea, que fue usted, en cierto modo, un privilegiado.
–AM: Mi padre, que hizo la guerra de cabo en el bando nacional, era el alcalde de Pereruela, y me aprovisionaba de recado de escribir, con unas cuartillas usadas por una cara que traía del ayuntamiento. El resto de niños me miraba con envidia. Tenían que conformarse con un pizarrín que era, de alguna manera, la primera tablet. Lo de emborronar cuartillas me viene de entonces. Porque sigo haciéndolo. Luego paso lo escrito al ordenador; antes lo hacía la secretaria.
–GA: Porque usted tuvo secretaria hasta hace nada.
–AM: Ya en mi primer trabajo tuve secretaria. Tenía yo veintitrés años y acababa de regresar de Estados Unidos. Ya ve, veintitrés años, trabajo puesto y secretaria. ¡Jooodeeer!
–GA: Sin embargo, Amando de Miguel no fue el primer producto que Pereruela exportó al mundo.
–AM: Mi pueblo es un pueblo de minifundios que sigue viviendo del barro, barro con el que se fabrican cacharros que se venden hasta en California. Pereruela es el Sillicon Valley de los cacharros.
–GA: Que no el de los libros.
–AM: No los había en la casa de mis padres ni en la de mis abuelos ni en ninguna otra casa del pueblo, salvo la del médico, de cuya biblioteca conservo un diccionario de latín del siglo XIX, una auténtica joya. En la escuela solo había un catón –una suerte de enciclopedia– para todos los niños.
–GA: Tendrían, al menos, cine.
–AM: En el casino del pueblo, sí. La película –muda y en blanco y negro– se proyectaba sobre una sábana contra la pared. Los niños nos sentábamos en el suelo y un señor con un puntero la iba explicando porque el lenguaje cinematográfico era difícil de seguir, sobre todo si no habías visto cine antes. La gente se armaba unos líos tremendos con los flashbacks. Era verdad que el público no distinguía el No-Do de las películas. Por cierto, el héroe de aquellas sesiones era Jerry Nolan.
–GA: ¿Jerry Nolan?
–AM: Eso mismo y con esa extrañeza me decían los dependientes de las viejas tiendas de cine de Nueva York cuando preguntaba por él. Así que si hay algún cinéfilo entre los lectores que sepa darme razón del héroe de mi infancia… Pagaría por volver a ver esas películas.
–GA: Quizás debió de preguntar en las tiendas de cómics.
–AM: Los primeros tebeos los vi en San Sebastián, y no los entendía. Yo lloraba y lloraba. Era curioso, sabía dividir con decimales pero no leer cómics. A mis compañeros de colegio les pasaba exactamente al revés.
–GA: ¿Cómo explica el desfase?
–AM: En la escuelita de mi pueblo nos habían enseñado a dividir con siete años. Allí todos los niños estábamos en un solo aula, el único aula. En contra de lo que dicen los pedagogos, me parece el mejor de los sistemas. Los mayores son una especie de ayudantes del profesor y aprenden al enseñar a los pequeños, y estos, a su vez, se estimulan al comprobar que aún no saben lo que saben los mayores.
–GA: Nada que ver, supongo, con el sistema de los marianistas de Aldapeta.
–AM: El mejor colegio de San Sebastián, del que fui alumno.
–GA: ¿Y no le acomplejó ser un chico de pueblo entre tanto niño bien?
–AM: Mucho. Lo que no significa que no hiciera amigos, como el compañero de clase que vivía en uno de los pisos del edificio cuya portería ocupaba mi familia. Mi madre fregaba las escaleras y, como no había escaleras ni fregona, yo le subía los cubos y ella se agachaba y frotaba con lejía y con zotal.
–GA: ¿Le avergonzaba ser el hijo de la portera?
–AM: Un poco, sí. Aunque vergüenza no es lo que sentía por ella. Yo estuve muy enamorado de mi madre. A ella debo –también a mi padre, pero más a mi madre– haber sido educado en un impulso de logro que casi me ha consumido. Se empeñó en que sus hijos estudiáramos, tuviésemos el grado y fuéramos catedráticos. Se empeñó y lo consiguió.
–GA: ¿Y ese afán de mejora era algo privativo de su madre?
–AM: Todo lo contrario. Inspiró a toda una generación de españoles. Yo fui testigo. A mi vuelta de Estados Unidos, el país había pegado un cambio y en solo un par de años. Y no fue cosa de la política, que seguía siendo la misma, sino del esfuerzo colectivo de unos compatriotas para los cuales lo normal era tener dos empleos.
–GA: ¿Reconoce a los españoles de entonces en los de hoy?
–AM: He oído esta mañana que va a bajar el IVA de los gimnasios. ¡Los gimnasios! Como si fueran un artículo de primera necesidad. Rejuvenecer, el lifting, los tatuajes, la moda, el culto al cuerpo… Estos son los valores prototipo de nuestro tiempo. Valores que desplazan a todos lo demás.
–GA: Habrá quien diga que el pluriempleo y estar en forma son solo formulaciones distintas de un mismo principio universal.
–AM: El de la búsqueda de la felicidad, sí. Fíjese que los Padres Fundadores de los Estados Unidos no hablaban en su Constitución del derecho a la felicidad, sino de la búsqueda de la felicidad. Porque la felicidad se persigue, pero no se consigue, o no al menos en esta vida.
–GA: En la España de la posguerra me imagino que la felicidad había que salir a buscarla fuera de los límites de Pereruela.
–AM: Mi padre era el alcalde del pueblo, pero lo era pro bono, sin cobrar. Y como mi familia no tenía tierras, pues no quedaba otra. Era el éxodo rural.
–GA: Fenómeno sociológico que parece condenado en la Biblia.
–AM: Cuando Caín mata a Abel, deja la tierra de sus padres y construye una ciudad. Por un lado tenemos a Abel y lo rural –la inocencia– y por otro a Caín y la ciudad –lo pecaminoso–. Es portentoso.
–GA: ¿Perdió usted la inocencia al llegar a San Sebastián?
–AM: ¡Pero, hombre, si solo tenía siete años! Aunque es verdad que ya había sido testigo de la guerra y sus horrores. Cuando a mi padre le hacen alcalde, lo primero que le dice el cura es que hay que fusilar a alguien. Y el elegido fue Paco, el dueño del casino, cuya familia era muy amiga de la mía. ¿Y por qué había que fusilar a Paco?, me preguntaba yo. Porque había votado a Azaña, decía el cura. Pero mi padre se mantuvo firme y no se fusiló a Paco ni a nadie.
–GA: Imagino que las credenciales de excombatiente del alcalde eran más y mejores que las del cura.
–AM: A mí mi padre me dormía con canciones de la guerra –muy bonitas, por cierto– y a los tres años me apuntó a la Falange; el mío debió de ser el primer carnet del pueblo.
–GA: ¿E hizo todo eso de usted un falangista?
–AM: Bueno, fui del Frente de Juventudes, que éramos falangistas a nuestro modo. Es curioso, pero allí se daba una extraña forma de democracia –asamblearia, diría yo– por la que los jefes lo consultaban todo con los chicos. El carácter jerárquico de la organización era solo una formalidad.
–GA: Veo que no se cuenta usted entre los que a la muerte de Franco se apresuraron a fabricarse un pasado.
–AM: No. Además, esto que le cuento explica que el paso por el Frente de Juventudes nos llevó después a muchos a favorecer la democracia en contra de la persistencia del franquismo. Por otro lado, fue una buena escuela.
–GA: ¿El Frente de Juventudes?
–AM: Aprendimos a redactar y a dibujar, incluso a encender una paella con una cerilla, paellas que iban probando los jefes, como en los programas de televisión de ahora. Pero mucho más que eso, nos inculcaron la responsabilidad. Con diez años yo era jefe de escuadra, lo que significaba que en los campamentos había siete chicos más pequeños que yo y por los que yo tenía que mirar. También nos enseñaban a hablar en público. Y luego estaba la dureza de tener que vadear un río o subir un monte. Era la moral del boy scout.
–GA: ¿Era cierto que les enseñaban marxismo?
–AM: Eso fue en el SEU, en unos seminarios que se llamaban "de estudios europeos" (a propósito, la etiqueta europeo llevaba siempre implícita entonces una crítica al régimen). Así que con dieciocho años, recién llegado a Madrid, me puse a estudiar a Marx, pero de verdad, no como los de Podemos, que solo han leído a Marta Harnecker, autora de una especie de biblia –o mejor: catecismo– del marxismo.
–GA: ¿Insinúa que Pablo Iglesias es hombre de un solo libro?
–AM: Sí, y del de Marta Harnecker, seguro. Pablo Iglesias, como todos los de Podemos que han pasado por la facultad de Políticas, me parece un analfabeto despistado. No tiene un pensamiento digamos universitario. Lo que pasa es que habla muy bien, es buen orador y eso, en España, se aprecia mucho.
–GA: ¿No cree que su gran aportación al discurso político ha sido la incorporación de nuevos términos al politiqués? Casta, empoderamiento, proceso constituyente…
–AM: Es cierto que maneja un repertorio sentimentaloide que conecta muy bien con la gente. Pero lo que digo no es eso, sino que al contrario que esos políticos –casi todos– que suben al atril y se limitan a leer un discurso que les han escrito otros, él habla sin papeles. Lo hace ahora y lo hará cuando sea jefe de Gobierno.
–GA: ¿De verdad cree que llegará a La Moncloa?
–AM: Desde luego que sí. No me cabe la menor duda.
–GA: O sea, que puede suceder a Mariano Rajoy, el hombre que no movió un dedo para detenerlo.
–AM: Esa es una cosa y otra distinta es que Podemos sea un producto del PP para perjudicar al PSOE. Defender esta tesis es propio de mentalidades conspiranoicas, esto es, inmaduras y perezosas. Explicar todo a partir de un enemigo invisible –la masonería, los Sabios de Sión, el Club Bildelberg– es un pretexto para no investigar la realidad. Lo que no significa que no haya conspiraciones. Naturalmente que las hay.
–GA: Lo curioso es que Podemos haya seducido a las masas con tantísimas apelaciones al cambio.
–AM: ¿Curioso? A los españoles nos encanta el cambio. Yo tengo escritas miles de páginas sobre el cambio.
–GA: Y si nos gusta tanto, ¿por qué decimos "sufrir un cambio", en lugar de "gozar un cambio"?
–AM: Pues tiene usted razón.
–GA: Bueno, la reflexión no es mía, es suya.
–AM: ¿Ah, sí? ¿Eso lo he escrito yo? ¡Caramba! Ya me sonaba bien. En cualquier caso, es una bobada querer reformar la Constitución con el solo argumento de que uno no la votó. Además, no se puede andar decidiendo constantemente. A veces hay que dejar que la Historia siga su curso.
–GA: ¿Y todas estas cosas le decía usted a los Iglesias, y a los Monedero y a los Errejón cuando se cruzaba con ellos por los pasillos de la Complutense?
–AM: Solo tenía vaga noticia de ellos. Porque aunque Sociología y Políticas son la misma facultad y ocupan el mismo edificio, en realidad son dos ramas que no se comunican. Sí veía sus carteles exaltando al Che Guevara o cagándose en los muertos de Pinochet. ¡Después de tantos años! También ponían carteles en los que exigían quitarles las tierras a los blancos para dárselas a los indios. ¡En el campus de Somosaguas! Todo como muy anticuado y absurdo, ¿no?
–GA: A lo mejor fueron ellos –o sus bases, o sus círculos– los que le montaron el interminable escrache que siguió a su dictamen en el Congreso de los Diputados sobre la Ley de Violencia de Género.
–AM: Me insultaron, colgaron carteles obscenos contra mí por la facultad, tuve alumnos que se salían en mitad de la clase… Lo pasé mal, realmente mal. Pero no solo en la facultad. Un alcalde –del PP, por cierto– me declaró persona non grata, y eso que nunca había pisado su municipio. Y en el Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid, los sindicalistas me retiraron la palabra. Supe cómo se debe de sentir un negro en Alabama. Pero nadie me llamó para que aclarara mi opinión. Porque este tipo de campañas se hacen sin consultar a la persona.
–GA: ¿Y cuál fue exactamente su opinión?
–AM: Dije lo que iba a pasar y lo que, de hecho, ha pasado. Dije, por ejemplo, que la inmigración aumentaría la violencia, pero que esta sería mayor en Almería que en Madrid. Por una simple razón: porque la inmigración en Madrid es de tipo familiar y en Almería es de solteros que viven en barracones. Es decir, si tú separas a unos españoles de su familia y los llevas a Corea y los metes en barracones, se volverán necesariamente violentos, pero por el desarraigo. Y, sin embargo, no importaron las explicaciones: yo ya era un machista y un xenófobo.
–GA: En la tensión de las relaciones interpersonales (y su caso es un ejemplo de las mismas) encontraba Azaña la explicación a la barbarie de la Guerra Civil.
–AM: Eso lo escribe Azaña al final de su vida, cuando todavía es presidente de la República, pero está fuera de todo, alejado, con un enorme desengaño. Son unas páginas memorables. Y él es el mejor Azaña. Dichosa edad y siglos dichosos, por cierto, aquellos en los que los jefes de Gobierno escribían libros.
–GA: ¿Y tenía razón Azaña?
–AM: Sí. El odio en España es una realidad, siempre lo ha sido, otra cosa es que se disimule.
–GA: Por volver a aquella campaña de la que fue objeto, alguien deslegitimó su dictamen alegando que no era usted experto en sociología de la familia.
–AM: ¡Pero si también tengo escritas miles de páginas!
–GA: A lo mejor se refería a la cosa personal.
–AM: He tenido cuatro mujeres (no al mismo tiempo, sino una detrás de otra, ¿eh?). O sea, que no se me ocurre nadie con mayor afición al matrimonio que yo. Ahora en serio, este ha sido uno de los mayores fracasos de mi vida.
–GA: ¿A qué lo atribuye?
–AM: A que siempre he sido un cascarrabias. Fíjese que fui muy feliz con cada una de mis mujeres. Hasta que llegaba el momento en que no podía evitar pensar que ellas no lo eran conmigo o que nunca lo iban a ser. Lo peor es que me lo planteaba estúpidamente, obsesivamente, enfermizamente. Pero me lo planteaba. Y era entonces cuando todo se iba a la mierda.
–GA: ¿Le hubiera gustado ponerle remedio?
–AM: ¡Naturalmente que sí! Yo siempre he tenido envidia, y no precisamente sana, de esas parejas que, con todos sus defectos y con todas sus discusiones, llevan cincuenta años juntas. Ese para mí es el colmo de la felicidad. Y no lo he podido alcanzar.
–GA: Consuélese con el éxito profesional: fue el primer español que colgó de la puerta de su despacho el letrero de "Sociólogo".
–AM: También pegué en la pared de ese mismo despacho un póster de Lenin que me traje de Bulgaria, adonde asistí a un congreso de sociólogos. Tiene gracia, el franquismo prohibía viajar a los países comunistas, cuando tendría que haberlo fomentado.
–GA: O sea, que el marxismo se cura leyendo y viajando.
–AM: Pero leyendo a Marx, y no a Marta Harnecker, ¿eh?, y viajando a "Rusia y países satélites", como ponía en los pasaportes de la época. Bueno, y también a la China de Mao, que fue donde Federico Jiménez Losantos se desengañó del comunismo.
–GA: Las barbas, el letrero de "Sociólogo", el póster de Lenin… Comprenda que mucha gente pensara que era usted de izquierdas.
–AM: Yo era del grupo del diario Madrid, donde no había ningún comunista y sí abundaban, en cambio, los democratacristianos y los socialdemócratas. De hecho, de ahí surgió la UCD. Es verdad que en el 82 voté a Felipe, pero ¿es eso ser de izquierdas? A González, por cierto, le dedicaría una biografía crítica, cuando me di cuenta de lo desastroso de sus políticas. Supongo que es entonces cuando llego a la conclusión de que no hay otro remedio que la derecha, que votar a la derecha. O sea, que es la vida la que me ha hecho de derechas.
–GA: A propósito, ¿qué pasó con el póster? ¿Lo conserva?
–AM: Lo quité cuando se decretó el estado de excepción. Tenga en cuenta que a uno del despacho lo procesaron por tener la colección completa de Cuadernos para el Diálogo.
–GA: Y, sin embargo, no se libró usted de la cárcel.
–AM: Sí, pero no por el póster, sino por un artículo a cuenta de los militares. Hasta un consejo de guerra me montaron.
–GA: Dragó en prisión lo pasó en grande, dice.
–AM: Pues yo lo pasé mal, francamente mal. Para hacerme un favor, mi abogado consiguió que me destinaran a la enfermería. Lo que no sabía es que padezco iatrofobia, aversión a las batas blancas. O sea, que fatal también. Allí, en la enfermería, estaban los locos y yo pensaba: "Dios mío, pero si están locos". También estaban los drogadictos. Lo peor fue cuando nos pusieron la vacuna del cólera y nos pincharon a toda la cárcel con la misma aguja. Ya digo, horrible, espantoso.
–GA: ¿No salva nada bueno entonces?
–AM: El maestrillo de la prisión, catalanista y republicano él, me nombró ordenanza de la escuela, con lo que puedo decir que he recorrido toda la escala académica, hasta el último puesto de catedrático emérito.
–GA: ¿Y nunca pensó en la fuga?
–AM: Cuando todavía estaba en arresto domiciliario (en un hostal de Barcelona cuya factura corrió de mi cuenta, por cierto) vino a verme Antonio García Trevijano con un plan para sacarme a Francia por los Pirineos. Iba en serio, no era ninguna broma. Al parecer ya lo había practicado exitosamente con otros antes; tenía incluso a sueldo a un pastor de la frontera. La idea me pareció una locura.
–GA: ¿Ha recibido algún tipo de compensación por aquello? Qué sé yo, una revisión del caso, una petición de disculpas, una indemnización incluso…
–AM: Nada. Es verdad que me han condecorado con la medalla militar con distintivo blanco. Pero no por haber ido a la cárcel, sino por haber colaborado con el Ejército.
–GA: No me diga que ha sido agente secreto.
–AM: Después del 23-F, se puso en marcha otra intentona golpista. Se me pidió –a mí y a otros– que redactara un manifiesto condenando la asonada en caso de que esta triunfara, cosa que no sucedió porque fue desarticulada a tiempo. Es decir, que no me armaron con un kalashnikov ni nada, sino que estuve en la parte menos guerrera del asunto. Pero no fue por eso que me condecoraron. La colaboración de la que hablo fue de tipo académico, por impartir un curso en el Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional.
–GA: O sea, que entre sus alumnos los ha habido también de uniforme.
–AM: Sí. Y le diré que estos de ahora son el envés de los tuercebotas que tanto abundaban antes. Los militares de hoy son cultos, viajados, saben idiomas, da gusto hablar con ellos. Ojalá hubiera tenido alumnos así en la universidad.
–GA: ¿Por qué? ¿Cómo eran los universitarios?
–AM: A los de las últimas promociones solo se les podía exigir un estándar muy bajo. Era imposible trasladarles la afición a la lectura. Ni siquiera los que venían o se iban de Erasmus sabían quién fue Erasmo de Rotterdam. Nosotros, en cambio, sí. Nosotros estudiábamos a Locke y lo estudiábamos en inglés. Con los alumnos de ahora se interrumpe la vieja metáfora de la antorcha y el saber. Y puedo comparar con un mínimo de precisión, pues terminé mi carrera docente en la misma facultad donde la empecé.
–GA: ¿Quiere decir que con un profesor como Fraga los chicos de hoy no pasarían de curso?
–AM: El que no pasaría de curso con los chicos de hoy sería Fraga. Asistí a su lección magistral y fue penosa. Los alumnos se la boicotearon: le silbaron, le insultaron, solo les faltó pegarle… Un buen profesor es aquel que se prepara las clases y –se lo digo yo que fui su ayudante– Fraga se las preparaba.
–GA: Y, a pesar de todo, ¿echa usted de menos aquello?
–AM: Continuamente. Cuando me jubilé, me ofrecí a seguir colaborando con la universidad, qué sé yo, hablando con los alumnos, dirigiendo tesis, impartiendo seminarios... ¡Y gratis! Pero ni por esas. Tuve que entregar las llaves del despacho y adiós. Me hizo polvo, me destrozó. Creo que no concibo la vida sin examinar o sin examinarme. ¡Es un mono…!
–GA: ¿Cómo se desquita?
–AM: Leyendo, escribiendo, yendo a alguna tertulia… Pero no es lo mismo. Te faltan cincuenta pares de ojos fijos en ti. Los cincuenta pares de ojos que me han seguido a los largo de mis cuarenta años como profesor. Por cierto, que el otro día me invitaron a una casa particular a hablar ante cincuenta invitados –cada uno con su par de ojos– y ahí sí, ahí me desquité.
–GA: ¿No sería uno de los famosos seminarios de la reina Sofía?
–AM: ¿Cuáles, los que organizaba el Instituto de España en San Bernardo? No. Por cierto, que acudí algunas veces y eran estupendos. Duraban horas y horas y como la Reina no se levantaba, allí no se levantaba nadie. Había, eso sí, una pausa para el té, y cuando todos pensaban que se serviría en vajilla inglesa o algo por el estilo, te daban un vaso de plástico. Qué curiosidad y qué cultura la de la Reina. Encandilaba, la tía.
–GA: Él en cambio…
–AM: ¿Quién? ¿Juan Carlos? Pero sí, es un analfabeto que no ha abierto un libro en su vida. Que estudió mucho de joven, dicen. ¡Bah! Eso es una leyenda. Lo que pasa es que, al contrario que Sofía, a la que la gente tiene por marisabidilla y sieteciencias, Juan Carlos es muy simpático, muy cachondo, muy palabrotero, y eso gusta mucho en España. Pero no le interesa nada.
–GA: Salvo quizás la Fórmula 1, las comilonas y las rubias despampanantes.
–AM: Y el dinero. Que se nos ha hecho muy español el romano este. Y digo lo de "romano" porque nació en Roma, con lo que hace buena la maldición de que desde Carlos IV los Borbones o han venido del exilio o se han marchado al exilio.
–GA: ¿Alcanzará la maldición a Felipe VI?
–AM: No creo. Felipe, por cierto, sí ha abierto algún libro y no es tan campechano. O sea, que ha salido a la madre.
–GA: ¿Que Cristina de Borbón esté imputada significa que la corrupción pasa hasta en las mejores familias?
–AM: Es un tema interesante el de la corrupción, sobre el que he escrito mucho y acerca del cual he llegado a algunas conclusiones. Por ejemplo, en la Administración hay más corruptos entre los nombrados a dedo que entre los funcionarios de carrera, como pueden ser un diplomático, un abogado del Estado o un inspector de Hacienda.
–GA: ¿Y eso cómo se explica?
–AM: Porque estos tienen un sentido de pertenencia al cuerpo y, sobre todo, una moral del esfuerzo probada en unas oposiciones.
–GA: Imagine que oposita y el tribunal le pregunta por la figura del hurto famélico.
–AM: No sabría qué responder, como no supe qué responder cuando hacía la carrera de Derecho, que terminé abandonando. Supongo que hoy como ayer me pasaría lo mismo: que me pondría en el lugar del delincuente y no en el del jurista. Porque yo en mi casa viví el hurto famélico. Y el estraperlo. Y la falsificación de las cartillas de racionamiento. Y deje que le diga algo: aquello no era corrupción, aquello era legítima defensa.
–GA: Así que las mil pesetas de multa que les pusieron por llevar harina escondida en los colchones desde Pereruela a San Sebastián…
–AM: Fueron un supuesto flagrante de lo que los anglosajones llaman blaming the victim o echar la culpa a la víctima.
–GA: ¿También lo fue el caso Edelweiss?
–AM: También.
–GA: ¿Quiere hablar de ello?
–AM: Fue una historia que me hizo sufrir muchísimo. Tras el bonito nombre de Edelweiss se encontraba un grupo juvenil de montaña que resultó ser una secta satánica liderada por un loco que hizo creer a unos chicos que se trataba de un extraterrestre y que los llevaría a otro planeta si accedían a mantener relaciones sexuales con él y también entre ellos.
–GA: Entre los chicos a los que el iluminado lavó el cerebro…
–AM: … estaban mis dos hijos. Su madre y yo, que estábamos separados, no teníamos ni idea de cuáles eran las verdaderas actividades del grupo. Pero es que tampoco lo sabían los demás padres de la urba. Y todos seguimos sin saberlo durante años. Hasta que estalló el escándalo. En ese momento, el mayor tenía dieciocho y el menor, diecisiete. Y con esa distinción escolástica –escolástica en el peor de los sentidos– el menor fue exonerado y al mayor lo enviaron a la cárcel. Al parecer, no importaba que los dos hubieran sido captados con solo diez años de edad.
–GA: ¿Lograron sus hijos reinsertarse?
–AM: Con mucho esfuerzo, pero sí.
–GA: El que no acabó bien fue el líder de la secta.
–AM: Lo apuñaló en Ibiza un chaval, una de sus muchas víctimas. Una venganza lógica, por otra parte. Porque hizo mucho mal aquel hombre. Su final sí que no fue un caso de blaming the victim. El único culpable fue él.
–GA: Supongo que otro episodio que le traerá malos recuerdos es la firma del Manifiesto de los 2.300.
–AM: Se trataba de un manifiesto por la igualdad de derechos lingüísticos en Cataluña. Hicimos una predicción y el tiempo nos ha dado la razón. Pero a qué precio. Al final, perdimos todos: los catalanes, el resto de españoles y, por supuesto, los firmantes. A Federico Jiménez Losantos le pegaron un tiro en la pierna y todos recibimos presiones y amenazas. Recuerdo que una mañana, mirando los bajos del coche, me sentí tan ridículo que dije que hasta aquí habíamos llegado. Y fue entonces que me fui de Cataluña.
–GA: ¿Fue la última vez que sintió el aliento del nacionalismo?
–AM: Años después, las Juntas Generales de Álava me encargaron una encuesta sobre el uso del vascuence. Fue un estudio modélico, en el sentido de que se trataron todas las dimensiones posibles en el empleo de una lengua. Aún recuerdo cuando fuimos a entregar el informe.
–GA: ¿Qué pasó?
–AM: De nuevo, el ridículo. Íbamos en coche, pero tuvimos que dejarlo en una gasolinera, justo antes de entrar en Álava. Llegamos a las Juntas en coches blindados y con guardaespaldas. Una vez allí, los de la ETA dijeron que se negaban a leer la encuesta, lo cual es un rechazo de la realidad, algo muy español, por otro lado.
–GA: ¿Muy españoles los nacionalistas?
–AM: Claro. ¿A quién sino a un español se le ocurre anexionar un reino a la nada, o sea, Navarra al País Vasco?
–GA: ¿Así interpreta la colocación de la ikurriña en el ayuntamiento de Pamplona?
–AM: Así y como una infracción grave de la ley por la que el alcalde de turno tendría que ir a la cárcel. Pero aquí ya nadie va a la cárcel por eso.
–GA: La actualidad parece que va de banderas y ayuntamientos, como la del arcoíris en el de Madrid.
–AM: Y no solo en el de Madrid. El lobby gay se ha mostrado como un grupo de presión muy eficaz, si bien no ha alcanzado aún la perfección de los sindicatos. Los sindicatos heredaron sus edificios del franquismo y con los ascensores funcionando. Desde entonces, han vivido del erario, sin casi hacer públicas sus cuentas, con una afiliación cada vez más baja y sin necesidad de proselitismos, pues están todos muy bien colocados en sus propias estructuras orgánicas.
–GA: Se me olvidó preguntarle: ¿hizo pública la encuesta sobre el uso del vascuence?
–AM: No. Forma parte de mi colección de inéditos, algunos de ellos preciosos, cada uno con su propia historia.
–GA: ¿Me cuenta la del último?
–AM: Hace un año, el Ayuntamiento de Madrid me encarga una encuesta. A partir de los resultados, razono por qué Ana Botella no va a ganar con mayoría absoluta. Pero lo gracioso fue la prohibición de la Botella de que la encuesta la viera Esperanza Aguirre. Así que voy a ver a Aguirre con el tocho –era un informe distrito a distrito– y le digo: "Esperanza, mira qué encuesta he hecho, pero no te la puedo enseñar". Y no se la enseñé.
–GA: ¿Y no está usted ya mayor para que le hagan jugar a los inéditos?
–AM: Ya estoy cerca de los ochenta, sí.
–GA: ¿Alguna ventaja de la senectud?
–AM: ¿Ventajas? Inconvenientes todos, pero ventajas… No sé, tendría que pensar. A ver, por ejemplo, se acaba la competición por el curriculum. Ahora no soy yo quien tiene que esforzarse por escribir en El País, sino que es El País el que me pide a mí un artículo.
–GA: ¿Por fin le han levantado el veto?
–AM: Por fin, después de tantos años, y con todas las tropelías que me han hecho (bueno, y yo también a ellos). El encargo ha sido esta tarde, antes de salir de casa, por teléfono, a través de un amigo. Yo: "¿Pero tú estás seguro?". Y él: "Que sí, que lo mandes, que soy amigo de Juan Luis". ¿Y sabe qué? Que lo voy a mandar. Creo que voy a escribir sobre la maldición de la Historia. La idea se me ha ocurrido en el metro, viniendo para acá.
–GA: Para historia maldita la suya, que tras escapar en su juventud de la pobreza ahora parece haber vuelto a ella.
–AM: Mi problema es que vivo en un casa que es casi un castillo y que no puedo mantener con mis ingresos. En invierno, solo la calefacción cuesta mil euros al mes. Así que no la enciendo y me pongo montones de jerséis.
–GA: ¿Y por qué una casa como un castillo? ¿Por ostentación? ¿Usted?
–AM: La casa fue construida para dar cabida a mi biblioteca, compuesta por veinte mil volúmenes. Es curioso, los ahorros de mi vida los he destinado a mi casa y a mi biblioteca y ahora para sobrevivir tengo que vender las dos.
–GA: ¿Qué dirían Diego y María, sus padres?
–AM: Se preguntarían qué hemos hecho mal o algo así. Lo cierto es que mis primeros libros me los regalaron ellos, que no eran personas leídas, y me los regalaron antes de que entrara el primer electrodoméstico en casa.
–GA: Vender una casa ahora es difícil, pero más debe de serlo vender una biblioteca, ¿no?
–AM: No he sido capaz de convencer a nadie, y cuidado que se lo he propuesto a gente. Y no me refiero a particulares, sino a instituciones. Porque se trata de una biblioteca en la que está la España del siglo XX a través de su antropología, su historia, su política, su economía, su literatura, por supuesto su sociología… Libros hoy agotados, imposibles de encontrar. Pero lo peor no es que no encuentre comprador, lo peor es la respuesta que alguna vez me han dado: "¿Y eso para qué sirve?".
–GA: ¿Sabe que en Estados Unidos hay universidades que estarían interesadas?
–AM: Lo sé. Pero ni contemplo la posibilidad.
–GA: ¿Por qué?
–AM: Por patriotismo. Soy así de gilipollas.
–GA: Mire que ante su situación la patria mira para otro lado.
–AM: Pero es que con la patria hay que estar con razón o sin ella.