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Peter Gabriel hechiza Madrid con un concierto extraño, perfecto e inolvidable

Este miércoles unos pocos miles de madrileños tuvieron la suerte de ver un espectáculo de una calidad excepcional, a mitad de camino entre el pop, el rock y la música clásica. El concierto de Peter Gabriel en el Palacio de los Deportes sorprendió a propios y extraños y, sencillamente, maravilló.

La propuesta de Peter Gabriel para su New Blood Tour no puede ser más arriesgada: su último disco, Scratch my back, es una colección de peculiares versiones (en un artista que no incluía versiones de otros en sus discos) de una selección ecléctica de artistas y con la compañía de una orquesta clásica; y en la puesta en escena de este trabajo se ha decidido por prescindir de su habitual banda de rock, en la que siempre estuvieron músicos entre los mejores del mundo, y se hace acompañar en el escenario de una orquesta completa con medio centenar de miembros.

El resultado de esta apuesta supera sin ningún género de duda todo lo que se podía esperar: nada de la línea hortera habitual de los muchos experimentos anteriores en los que una orquesta clásica tocaba temas pop como quien los tararea; por el contrario, quizá por primera vez un grupo tan grande de músicos clásicos suena con la contundencia, la potencia y el empaque propios de una banda de dos guitarras, bajo y batería; por primera vez los arreglos de canciones pop van mucho más allá de construir melodías más o menos amables.

Por primera vez, en definitiva, la música clásica y el pop o el rock juegan un juego común y no se limitan a compartir escenario como resultado del capricho de un melenudo o del interés comercial de una orquesta trasnochada.

Gabriel supera hasta el más difícil todavía al plantear la primera hora del concierto como una reproducción tema por tema y en el mismo orden de las canciones de su Scratch my back (antes ha explicado que su intención era "contar una historia" con fragmentos dispersos) y en esa hora apabullante nos damos cuenta del valor artístico de un disco que parecía el típico recurso de un músico ya sin ideas, de la dimensión de una obra que, efectivamente, es más que una colección de canciones.

Esta primera parte ya regaló a los espectadores momentos de una intensidad endiablada, como las versiones de Mirrorball (tema original de Elbow) o el My body is a cage de Arcade Fire, demostrando además que la voz de Gabriel sigue en un estado de forma impresionante que le permite surrurrar junto al oído del público, llegar a agudos imposibles o llenar todo el Palacio de los Deportes con un grito.

Pero fue la segunda parte del concierto, dedicada a "mis viejas canciones", la que enloqueció literalmente al público: nadie podía pensar que nostálgicas maravillas como San Jacinto o Solsbury Hill pudiesen adaptarse tan bien al formato orquestal, mientras que algunos temas no menos míticos como Red rain o In your eyes parecían directamente escritos para la potente sección de cuerda de una New Blood Orchestra que a su vez aprovechaba de forma asombrosa los discursos instrumentales de canciones como Signal to noise, en las que el propio Gabriel le cedía a sus acompañantes todo el protagonismo e incluso abandonaba el escenario.

Todo, selección de temas, versionados y adaptaciones con una elegancia y un buen gusto que se transmitía a la sobria, pero bellísima, puesta en escena: la orquesta en el centro del escenario, Gabriel a un lado y un gran piano de cola al otro, con varias pantallas de vídeo sobre y tras los músicos en las que se proyectaban imágenes, se hacían dibujos o incluso un hitchcocktiano homenaje a los títulos de crédito de Vértigo en la desasosegante pero hipnótica y sorprendente versión de Intruder.

En definitiva, un espectáculo sorprendente, completo, inolvidable e irrepetible... que se repetirá en Barcelona el próximo día 29, así que no dejen de verlo si tienen la oportunidad.

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