Lluvia de albóndigas: El verdadero cambio climático
Lluvia de albóndigas no debería pasar desapercibida entre los éxitos del cine de animación del año. Sin llegar a las cotas de Up o Los mundos de Coraline, el film supone un soplo de aire fresco en la animación por su descaro y su inesperada voluntad de acercarse a los cartoon de la Warner.
Y es que bajo las delirantes imágenes de Lluvia de albóndigas late el corazón incansable y chalado de los Looney Tunes de Tex Avery y Warner Bros, en un reencuentro tan inesperado como afortunado después de décadas en el olvido. Más cerca del espíritu cartoony de éstos que de la subversión autoconsciente de Shrek y éxitos similares, Lluvia de albóndigas nos permite olvidar durante hora y media la estandarización de la animación norteamericana, y sin llegar nunca a jugar fuera de esa liga, supone un leve soplo de aire fresco que se agradece una barbaridad.
Como delirante film de animación en 3-d, el film de Chris Miller y Phil Lord (curtidos en guiones de teleseries norteamericanas y no en un estudio de animación digital, dato este nada anecdótico) hunde sus raíces en la semilla indeleble de lo que en su día supuso la respuesta al canon Disney, los Merrie Melodies, y se reviste de actualidad mediante la parodia el cine de catástrofes más actual, visto en la reciente 2012 o Armageddon, sin ir más lejos.
Todo ello con un sentido del humor loco y un argumento sorprendente, que no se abandona al homenaje gratuito ni a la búsqueda de la realidad visual de Cuento de Navidad. La película no quiere ser otra cosa que un film de dibujos animados, un estilizado y lunático festival de gestos y pasadas visuales (ese plátano cayendo sobre el logo inicial de Columbia, por no hablar de tornado de spaghetti…) que despierta desde el principio la risa floja. Aunque Lluvia de albóndigas regala también momentos menores y emotivos debidos a la idiosincrasia de sus personajes (el paseo de Flint y Sam dentro del flan de gelatina). Toda una sorpresa que destaca por su humor ganso y su buena factura, desde la música de Mark Mothersbaugh –atención a la primera lluvia de hamburguesas- hasta su delirante conclusión, todo un festival que haría derramar lágrimas de emoción al más energético Joe Dante de los ochenta.
Porque el hacedor de Gremlins o El chip prodigioso, que también bebía del espíritu majareta de Bugs Bunny y de la serie B más casposa y entrañable, podría haber sido el responsable del título aquí presente: un esquizofrénico festival de risas para el chaval que todos llevamos dentro, que despunta por encima tanto de apuestas ibéricas (Planet 51) como de demás bromas de trazo grueso.
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