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La vida secreta de las abejas: digno film de sonrisas y lágrimas con una actriz asombrosa

Dentro de las denominadas películas para mujeres, La vida secreta de las abejas fundamenta su efectividad en una prodigiosa Dakota Fanning, que retrata a una adolescente en busca de sí misma, que huyendo de una tragedia encuentra un hogar.

L D (Juanma González) La vida secreta de las abejas bucea por la mitología del racismo americano de mediados del siglo pasado, pero lo hace sin insistir demasiado en ello, gracias a Dios. Desarrollada en Carolina del Sur en los años sesenta, el film se soporta en una suerte de amalgama entre Matar a un ruiseñor con Tomates verdes fritos, utilizando tal tormentoso trasfondo histórico para elaborar una fábula apta, fundamentalmente, para el público femenino, aunque la sacarina esta vez no se atraganta para el resto de colectivos.

Pero los resultados finales de la película de Gina Prince-Blythewood se asemejan más al de cintas como Cuenta conmigo, aquella fenomenal adaptación de Rob Reiner a partir de un relato de Stephen King. Al igual que en aquella, el punto de vista de unos adolescentes servía para aportar una inesperada dignidad a una historia lacrimógena y nostálgica rematada con discreta convicción, en la que la pérdida de la inocencia de sus jóvenes protagonistas operaba, quizá, como reflejo de la de todo un país.

El arma fundamental de La vida secreta de las abejas es una fenomenal Dakota Fanning, joven actriz que no tiene problema alguno de devorar el resto del notable – e infrautilizado- elenco femenino de la cinta (ver como imita el acento sureño de la gente de color en su versión original da prueba de ello). En este contexto, y dentro de las denominadas películas para mujeres, La vida secreta de las abejas se enmarca con inesperada dignidad en su vertiente más lacrimógena y nostálgica, pero lo hace con discreta convicción y con una protagonista que confirma –una vez más- su infinita valía.

Es ella, y nadie más en el film, la que aporta ese equilibrio entre el sentimiento de pérdida perpetua y tragedia que envuelve a su personaje, y el camino de esperanza que pese a todo guía sus pasos hacia una probable recuperación, cual rastro de migas en un cuento de hadas. La bondad del entorno idílico aporta la consabida y poética estética veraniega, y con eso ya tenemos película. Racionando con maneras televisivas (calificativo cada vez menos insultante) e inesperado cálculo el azúcar, las lágrimas y las sonrisas, su directora se las apaña para satisfacer a su público, pero aportando una necesaria integridad y dignidad a la historia que trasciende su ubicación y se hace universal.

Todo ello en un film que nunca llega a extender sus garras hacia el melodrama más trágico, (tampoco hacia la comedia: algo más de humor habría enriquecido el lienzo), y se centra acertadamente en la historia personal de su rubia protagonista y su inesperado ingreso en la nueva familia de apicultoras de color. Todo lo demás es un trasfondo histórico que en ocasiones pasa al primer término en los momentos más dramáticos de la cinta –la trágica desaparición de uno de sus personajes principales-, destinado por lo demás a aportar las convenientes sombras a un film de esos confeccionados para ser bonitos.

Cerrando el círculo, volvemos a encontrar a Fanning, que con enorme astucia y intensidad ajustada, lleva el peso del film con tal convicción que poco importa que sus secundarias queden un tanto desdibujadas (escandaloso el caso del personaje de Jennifer Hudson) o que el conjunto parezca enlatado cual Tomates verdes fritos con toques televisivos. Pero sería injusto no mencionar a Paul Bettany, perfecto como ese amenazante patán lisiado emocionalmente, al que el actor sabe insuflar vida a pesar del esquematismo de su papel.

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