L D (Juanma González) Película confeccionada para la chavalería que no ha visto u oído hablar de La semilla del diablo, El exorcista e incluso La profecía, el film de David Goyer no duda en echar a la batidora todos los hallazgos icónicos del terror reciente, inundado de remakes y éxitos orientales, convenientemente vulgarizados para el público adolescente. Para todos los demás, La semilla del mal resultará tan obvia como lineal, tan predecible como simple, y quizá y sólo quizá, entretenida.
De ese modo, niños azules se mezclan con insectos, pesadillas y sustos de mercadillo, sonidos guturales se alternan con imágenes de archivo siniestras y algún que otro efecto sangriento. El argumento, compendio de situaciones vistas, sigue a Casey Beldon, una joven universitaria huérfana de madre que, de pronto, comienza a ser acosada por fenómenos paranormales. Acosada pesadillas y visiones cada vez más violentas, Casey sospecha que se cierne una amenaza que la concierne a ella y a su familia. Por eso acaba contactando con el reverendo Sendak, que al principio se resiste a creerla. Lo que acaban descubriendo llevará a Casey hasta una maldición iniciada durante el Holocausto, y le revela que un maléfico espíritu del folclore judío, el dibbuk, anda suelto e incansable tras ella.
El film apunta ya su voluntad de asustar a cualquier precio desde el primer minuto. Recurriendo a los efectos de sonido y subrayando cada tópico, Goyer se las apaña para mantener un cierto interés relativamente constante pese a las numerosas obviedades del producto (ese episodio que envuelve a los nazis), la carencia de atmósfera y su voluntad de dejar todo bien atado. Goyer, guionista avezado en el género fantástico, todavía no está lo bastante endurecido como director, pero sabe entretener a la audiencia apuntándose sin reparo a la pura fórmula, aunque en su faceta de thriller sobrenatural, La semilla del mal carece de todo suspense.
Como reflejo del nuevo empaquetado para que lo viejo parezca nuevo, el protagonismo recae ahora sobre Odette Yustman, otra de esas bellezas televisivas tan guapas como incapaces de expresar una mínima rabia o emoción, más allá de una aparente mueca de extrañeza constante. Con la breve presencia de un Gary Oldman destinado a dar algo de caché al invento, los responsables juegan la última de las limitadas bazas de un producto que no sorprende, pero que no molesta.
Todo esto no es de extrañar cuando descubrimos que Michael Bay (uno de los puntales del género de acción desde los noventa y, este sí, verdadera encarnación del Diablo en casi todos los sectores de la crítica) es el productor de La semilla del mal. Bay ha abundado en la realización de remakes y adaptaciones de clásicos del terror reciente, alternando títulos notables como La matanza de Texas 2004 con otras tantas mediocridades como La morada del miedo o Carretera al infierno, (el próximo febrero estrenará la esperada nueva versión de Viernes 13).
Bay ofrece una serie constantes en su cine, tales como una estilizada y atractiva fotografía de colores saturados, montaje apresurado y tendencia al ruido, la explosión, y la pura saturación de efectos de todo tipo que se repiten, a escala menor, en su faceta de productor de cine de terror.
El problema es que no merece la pena afilar demasiado los cuchillos, el film resulta entretenido pese a su absoluta linealidad, y es razonablemente efectivo si uno no eleva su nivel de exigencia más allá de lo justo.