Pocos pero bien avenidos. Se ve que perpetran en comandita el crimen de vivir del cuento. Los sindicatos tienen, aparte del buen rollo populachero, vociferante y vulgar de sus liberados en la calle, mucha experiencia organizando manifestaciones. Conocen los tempos, los eslóganes, la traca final y la palabra justa para que los manifestantes se enciendan. La de hoy, sin embargo, no ha sido manifestación sino convención, la Convención Nacional del Liberado Sindical.
A la marcha, -larguísima, por cierto- han acudido los que tenían que hacerlo, los que viven de eso y algún que otro despistado que ha pasado de balde el sábado en Madrid, una golosina con la que los organizadores han engatusado a su clientela provincial. Hasta la capital han llegado centenares de autobuses desde todos los rincones de España en viaje nocturno para que los participantes estuviesen en orden de marcha a las 10 en punto de la mañana. Un lema, dos sindicatos y 17 comunidades autónomas. De lo primero poco, de lo segundo algo y de lo tercero mucho. Por el paseo del Prado, la Cibeles y la calle de Alcalá se han visto miles de banderas, pero ninguna de España, al menos de la España constitucional, la del 78, se entiende. De las otras, de las de la II República, 20 ó 30.
Miguel Ángel lleva una de esas banderas tricolores porque “es la verdadera del Estado Español, la otra, la del pollo, la puso Franco”. Empezamos bien, inasequible al argumento de que la rojigualda fue cosa de Carlos III hace dos siglos y pico, Miguel Ángel insiste, “que no, que el pollo es de Franco”. Desisto. Me meto entonces de Guatemala en Guatepeor. Mariví, que ha venido desde Cataluña lleva una señera con las siglas de CCOO impresas sobre la bandera. Me dice que la culpa es de “los que invierten en Bolsa” y se queda tan ancha.
Su compañera de manifa no me quiere decir como se llama porque luego sale en la prensa y ella, importantísima, no quiere que a mala uva los pérfidos periodistas “alteremos sus palabras”. Nuestra anónima manifestante no tiene dudas de cuál es el origen de todo: “el neoliberalismo y la lógica del capital y del beneficio, de los que anteponen el dinero a las personas ¿me entiendes?”. Mariví y la amiga me confiesan que, al terminar la manifestación, quieren acercarse a la Gran Vía “a comprar algo para la Navidad. ¿Sabes por dónde se va?”
La generación más joven, la que se incorporó al manifestódromo nacional cuando lo de la Guerra de Irak es de consigna simple pero segura, combinan en perfecta armonía el puño en alto y la Internacional con el Zara y la Visa Electrón. Busco en la calle de Alcalá, junto a unos valencianos que han montado una mascletá improvisada al lado de un andamio, alguien de cierta edad, de lo que, hayan trabajado al menos una vez en su vida. Esteban viene de Extremadura, ronda la cincuentena, tiene la cara partida por la intemperie y un Ducados abrochado en los labios que se diría que vino de serie cuando su madre le trajo al mundo, me dice que “los patronos aprovechan ahora esto de la crisis para echarnos. No están jodiendo pero vamos a joderles nosotros a ellos”. Poca teoría, mucha práctica, Esteban es de Comisiones de toda la vida y sabe lo que se trae entre manos, por de pronto ir al bar con dos compañeros para endilgarse un carajillo matinal, que en Madrid hace mucho frío.
Aparece el Gran Wyoming en escena. Aplauso, ovación cerrada, meneo de banderas. Algunos se ríen anticipadamente como si el presentador de La Sexta fuese a contar un chiste. Dos jóvenes detrás de mí exclaman: “es un crack”. Wyoming, al final, no cuenta el chiste porque allí, en la Puerta de Alcalá no tiene guión ni teleprompter. Entra Pilar Bardem, y luego una tal Asunción Balaguer, de la que desconocía su existencia hasta el día de hoy. La plaza se enfría, bajan las banderas y se leen doce puntos de una especie de manifiesto que, de aplicarse, solucionarían la crisis en un santiamén. Nadie tararea, básicamente porque no hay nada que tararear.
Pero no hay demasiado interés en el tema. Apenas 50 metros calle Alcalá abajo la manifestación se ha diluido en una calle peatonal con gente yendo y viniendo. En la plaza de Cibeles los aguerridos liberados se fotografían con la estatua de la diosa. Unos se atusan la chaqueta para salir guapos, otros, los más entregados, levantan el puñito y ponen cara de asaltante del Palacio de Invierno. Una joven pareja llegada desde Sevilla se fotografía por turnos subidos en el bordillo de la fuente. Me ofrezco cortésmente a hacerles una foto juntos, de luna de miel revolucionaria en la capital a cambio de que me digan por qué hacen esto. “Mola cantidad”, me responde él. “Es que somos comunistas y anticapitalistas”, replica ella muy convencida gesticulando con el móvil en una mano y las gafas de sol en la otra.
Ante tal lección de socialismo según Sony-Ericsson me pierdo por el paseo del Prado observando al personal. Las intervenciones continúan, pero con un público menguante que camina presuroso hacia la Gran Vía o la Puerta del Sol para aprovechar el viaje. No cabe un alma en los bares, en el Starbucks de Neptuno, sí, en el Starbucks, la cola para pedir llega hasta la calle y las banderas de plástico que minutos antes agitaban con tanta fruición están ahora en el suelo o clavadas en los parterres de flores. En esta manifestación de los sindicatos lo único sostenible han sido los bongos y los tambores de un grupo de perroflautas de las juventudes de CCOO. El resto, insostenible, plástico, furgonetas de propaganda y un dirigible de fotografía aérea para que quede constancia de un récord único en su especie y digno de pasar al Guinness: la mayor concentración de liberados sindicales de la historia.