La escena tuvo lugar hace unas semanas. Un vídeo mostraba a Iván Espinosa de los Monteros, Pablo Iglesias e Inés Arrimadas hablando animadamente durante la recepción del 6 de diciembre en el Congreso de los Diputados, con ocasión del Día de la Constitución. En un momento dado, el portavoz de Vox hace un comentario que provoca las carcajadas de sus dos rivales políticos.
Hasta ahí, nada extraño. Este tipo de charlas han sido habituales entre los diputados de todos los partidos políticos desde la Transición. Cualquiera que pase por la cafetería del Congreso podrá ver cómo diputados de todas las formaciones conversan y bromean con relativa frecuencia. Hay días mejores y peores; y sí, los debates parlamentarios a veces dejan cicatrices que luego no es fácil olvidar delante de la barra del bar. Pero, en general, triunfa el trato personal respecto de la animadversión política.
Sin embargo, eso no evitó que, rápidamente, la polémica saltara a las redes sociales. Los simpatizantes de Podemos se echaron encima de su líder con una vehemencia que cuesta recordar. Iglesias ha sido muy criticado por sus rivales desde que comenzó su andadura pública, pero al mismo tiempo ha sido protegido por sus fieles. No el 6-D. Aquel día cruzó una frontera y fue demasiado lejos para ellos. De hecho, tal fue la repercusión del vídeo que, unas horas después, tuvo que salir a dar explicaciones en su cuenta de Twitter. Esto fue lo que dijo: "Esta nochebuena en muchas familias habrá votantes de UP, de partidos independentistas, de Vox, del PSOE o de cualquier otro. Igual que en las cenas de trabajo o de la clase de la facultad. Y hablarán y se reirán. Eso no es una falta de coherencia política, sino condición humana". ¿Será verdad que en estas Navidades sabremos perdonar al cuñado que se sienta enfrente su pecado (votar a otros)? Pues sería muy saludable.
En este punto, hay un aspecto muy interesante pero que pasó desapercibido. Los que hablaban eran dos (Iglesias y Espinosa de los Monteros); los dos están muy alejados políticamente; y los dos han acusado al contrario de defender ideologías totalitarias (comunismo y fascismo); sin embargo, sólo Iglesias tuvo que dar explicaciones porque sólo a él se le pidieron. Nadie en Vox (quizás hubo algún tuitero anónimo, pero no pasó de ahí) reprochó a su portavoz parlamentario que bromease con Iglesias. En la formación verde entendieron que era una muestra de cortesía y urbanidad, sin más. Mientras tanto, su contertulio tenía que pedir perdón a sus correligionarios por esa conversación. A él no le perdonaron el desliz: al enemigo, ni agua; y al facha, ni la mano, que la ensucia.
Partidismo negativo
Lo que ocurrió el 6-D es una anécdota, pero también es una buena muestra de una tendencia más general que se viene observando en numerosos países en las últimas dos décadas. Empezó en EEUU y allí es donde más se ha estudiado el fenómeno.
En este artículo en The Atlantic lo llaman "partidismo negativo". ¿Y esto qué quiere decir? Pues, por un lado, que la sociedad está más polarizada y los republicanos (en Europa sería la derecha) y los demócratas (izquierda) aseguran sentirse muy lejos de sus rivales políticos. En las encuestas sobre valores y preferencias, la distancia que separa a los que dicen ser de un lado u otro marca máximos. Por ejemplo, aquí el Pew Center recoge la diferencia de actitudes ante varias preguntas sobre cuestiones morales entre votantes republicanos y demócratas: en 1994, la distancia que les separaba era de 15 puntos, ahora es de 36. No hay ningún otro factor (raza, sexo, religiosidad, edad…) que aleje tanto como la adscripción política: es decir, en un tema determinado, puede que haya diferencias de valoración media entre blancos y negros; pero mucha más existe entre demócratas y republicanos (un blanco y un negro que voten republicano tienden a parecerse más que dos blancos o dos negros que voten cada uno a un partido diferente).
Es verdad que no es fácil medir y calibrar en números esta diferencia de "moralidad"… pero lo que parece claro es que hace un cuarto de siglo los americanos se parecían más entre sí y se comprendían más los unos a los otros. En su momento, había un tópico que aseguraba que en EEUU era mucho más complicado que en Europa saber, sólo por el aspecto físico o el lugar de residencia de un ciudadano, si uno votaba republicano o demócrata. Cada vez este tópico es menos cierto.
Pero, además, hay algo más. Ese partidismo negativo no implica sólo que nos alejamos de los que votan y piensan diferente. Sino que lo hacemos más como rechazo a los otros que porque nos gusten especialmente los miembros de nuestro equipo. Es decir, los votantes demócratas declaran poco entusiasmo por sus líderes o sus propuestas (y los republicanos, dicen lo mismo de su partido). Pero al mismo tiempo se declaran cada vez más convencidos de su adscripción política porque les horroriza lo que ven en sus rivales. La polarización viene del odio y del temor al otro, más que de la reafirmación en las promesas que llegan de tu campo. Un odio que se retroalimenta y que envenena la confrontación política: si uno piensa que el contrario es la encarnación de todos los males, el único objetivo es que no alcance el poder y hay que luchar por evitarlo con todas las armas a nuestro alcance.
Como este fenómeno es cada vez más común y evidente, también se ha producido una pequeña burbuja de estudios, artículos y libros sobre el mismo. Quizás el más conocido sea The perception gap, realizado por More in Common: tanto el nombre del informe como de la organización nos indican que estamos ante una iniciativa que busca acercar posturas entre los que cada vez están más distantes. En el estudio, muy citado en los últimos seis meses por los medios anglosajones (aquí, por ejemplo en Financial Times y aquí en The Guardian), se apunta que los votantes perciben a los contrarios con unas lentes que distorsionan lo que ven. O lo que es lo mismo: que las creencias que tenemos sobre los votantes de otros partidos son una mera caricatura que se parece poco a la realidad. Por ejemplo: "Los encuestadores preguntaron a los demócratas cuántos republicanos creían que el racismo es todavía un problema en EEUU a día de hoy: los demócratas pensaban que apenas el 50%, cuando la cifra real es del 79%. A los republicanos les preguntaron cuántos demócratas pensaba que "la mayoría de los policías eran malos tipos": creían que la mitad de los demócratas compartirían esa afirmación, cuando no más del 15% lo hacían".
Como vemos (y podríamos seguir poniendo preguntas similares del mismo estudio, con resultados también parecidos), una razón por la que cada vez odiamos más a los otros es porque cada vez les conocemos peor (o nos hacemos una idea más equivocada de cómo son). Y esto nos pasa a izquierda y derecha.
'La mente de los justos'
En 2012, Jonathan Haidt publicaba La mente de los justos (edición en español de 2019 en Deusto), un libro con un significativo subtítulo: "Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata". En este ensayo Haidt explica "por qué los ciudadanos de las sociedades modernas viven divididos por distintas visiones morales de la realidad que, en última instancia, se traducen en tribus políticas aparentemente insalvables". Es un libro apasionante que analiza por qué y cómo pensamos, así como las razones que nos llevan a creer, apoyar o defender determinadas causas.
Haidt cree que hay "seis sistemas psicológicos que son los fundamentos universales de las muchas matrices morales del mundo" (página 263 y siguientes; asumimos que un resumen en unos pocos párrafos de un libro de casi 500 páginas implica siempre una simplificación, pero intentaremos ajustarnos al meollo de la tesis del autor). Y sí, hay diferencias entre progresistas y conservadores: los primeros se fijan más en los fundamentos que Haidt denomina "Cuidado/Daño, Libertad/Opresión y Equidad/engaño"; los segundos también valoran estos tres parámetros pero, además, dan una gran importancia a los otros tres fundamentos que Haidt analiza "Lealtad/Tradición, Autoridad/Respeto, Santidad/Degradación". Por eso, este autor, que se reconoce como progresista (trabajó como asesor de la campaña del demócrata John Kerry en 2004), habla de una "ventaja conservadora".
Así lo explicaba hace unos meses en Libertad Digital, Santiago Navajas:
La ventaja de los conservadores es que usan todos los receptores morales en su configuración del gusto ético: además del cuidado y la justicia, también la libertad, la lealtad, la autoridad y la santidad. De la erosión de estos últimos valores entre los progresistas viene la ceguera habitual de la izquierda respecto a cuestiones vitales básicas pero que a ellos les parecen el colmo del fascismo: el patriotismo, la autoridad del profesorado, el decoro en la vestimenta y la integración de los inmigrantes.
Y esa ventaja también les sirve para ser capaces de comprender mejor al contrario: porque ellos sí tienen los tres fundamentos morales progresistas (aunque los combinen con otros tres), mientras que no ocurre lo mismo al contrario (los tres que son sólo conservadores a los progresistas les suenan a chino).
Haidt lo resume (páginas 410 y 411 de la edición española) en los resultados de un estudio que realizó y en el que pidió a más de 2.000 estadounidenses que rellenasen un formulario sobre los fundamentos morales. A un tercio de los que contestaron se les pidió que respondiesen lo que ellos creían; a otro tercio se les pidió que respondiesen imaginándose que eran "un progresista típico"; y al tercio restante, se les conminó a que se pusieran en la piel de un "conservador típico".
Los resultados fueron claros y consistentes. Los moderados y los conservadores fueron más precisos en sus predicciones, tanto cuando fingían ser progresistas como conservadores. Los progresistas fueron los menos precisos, especialmente aquellos que se definieron como ‘muy progresistas’. Los mayores errores del estudio se produjeron cuando los progresistas respondieron a las preguntas del fundamento Cuidado/Equidad haciéndose pasar por conservadores (Nota del redactor: en la traducción española de este libro se habla de "liberal" en el sentido anglosajón, pero creemos que es más certero que la denominación sea "progresista").
Evidentemente, esta visión tiene consecuencias prácticas en el día a día. Y en la política. Para alguien que se cree en posición de la verdad y que hace del otro una caricatura es muy complicado entender que ese otro pueda tener razones válidas para disentir. No hablamos de dejar las creencias propias porque sí o de darle la razón al de enfrente, sino de admitir que éste también puede tener sus motivos, que esos motivos son legítimos y que puede haber buenos argumentos para pensar de forma diferente a como tú lo haces. Si uno es incapaz de ponerse en los zapatos de su adversario (una expresión muy gráfica), lo normal es que piense que esa diferencia de opiniones sólo puede deberse a la maldad, la ignorancia o la estupidez. Y de ahí a la extrema intolerancia, no hay más que un paso.
En este punto, además, hay un elemento extra muy curioso: el nivel educativo no sólo no ayuda sino que, al menos para los votantes de izquierda, puede ser perjudicial. Como explica este artículo en Financial Times, "los demócratas con estudios universitarios o un doctorado son tres veces menos precisos que otros votantes demócratas sin estudios secundarios" a la hora de prever cuál será la respuesta de los conservadores en las preguntas sobre valores y moralidad. De hecho, esos demócratas de más nivel cultural son el grupo que peor se comporta (que da respuestas más equivocadas) en el estudio de More in Common al que hacíamos referencia anteriormente.
No es la primera vez que vemos algo parecido: en Factfulnees, de Hans Rosling, o en Progreso, de Johan Norberg, ya nos contaban que los ciudadanos más informados de determinadas sociedades contestaban todavía peor que los no informados a determinadas cuestiones sobre el progreso conseguido en las últimas décadas. Es decir, si te rodeas sólo de los tuyos y tu información está sesgada, leer más, ser más culto o estar más pendiente de la actualidad no sólo no te hace más sabio, sino que te perjudica: tu percepción final estará más alejada de la realidad que al principio.
Por cierto, aquí habría que analizar el papel de los medios de comunicación en esta deriva. También en EEUU se han realizado numerosos estudios al respecto en los que los periodistas declaran estar muy a la izquierda respecto al norteamericano medio. Es decir, aquellos que en teoría van a informar sobre la realidad (ése es el trabajo teórico de un periodista) parten de una pésima situación personal: forman parte de esos progresistas con estudios que, como acabamos de ver, son el grupo más sesgado y que menos conoce a los que no piensan como ellos. Y no es sólo cuestión de un sesgo ideológico: aquí, un artículo de Politico.com titulado "La burbuja de los medios es peor de lo que imaginas", explica que más del 50% de los periodistas del país "vive en circunscripciones que Hillary Clinton ganó por más del 30% de los votos" (y un total de casi 3 de cada 4 vive en zonas demócratas). Con estos datos, apuntan los autores, es lógico que pocos comentaristas supieran anticipar el fenómeno Trump y sus posibilidades de victoria en 2016.
La censura
El último libro de Haidt, escrito junto a Greg Lukianoff y publicado en español hace unos meses, trata en parte de las consecuencias de todo esto. Se llama La transformación de la mente moderna y analiza un fenómeno reciente y de creciente intensidad: "Alumnos universitarios que dicen defender ideas progresistas abuchean a políticos y conferenciantes y les impiden hablar. Cada vez en mayor número, muchos estudiantes son reacios a exhibir sus opiniones y a discutirlas con franqueza".
Haidt y Lukianoff alertan al comienzo de este libro contra tres malas ideas que cada vez son más frecuentes. Y una de ellas es esa creencia de que "la vida es una batalla entre las buenas personas y las malvadas" y de que vivimos en una guerra de "nosotros contra ellos": eso, en los campus norteamericanos, se traduce en el intento de acallar las voces discordantes.
Algunos estudios nos dicen que este fenómeno es en parte causado por las nuevas tecnologías y canales de información. Cada vez vivimos más en una burbuja: leemos sólo medios de comunicación que confirman nuestras creencias e ignoramos a aquellos autores que contradicen mínimamente nuestros puntos de vista. En EEUU, incluso, las estadísticas apuntan a que vivimos en barrios, pueblos y ciudades cada vez más homogéneos desde el punto de vista político. O lo que es lo mismo, cada día es más complicado que nos encontremos con personas que retan nuestras posiciones o nos rebaten nuestros argumentos. Por eso, tendemos a ignorar o despreciar a aquellos que lo hacen desde los medios o la política.
En este contexto es en el que se produce esa censura que tan habitual se ha vuelto en algunas facultades norteamericanas y de la que también en España tenemos noticias: hace unos días, por ejemplo, una conferencia del profesor Pablo de Lora fue boicoteada en la Universidad Pompeu Fabra (activistas de extrema izquierda impidieron que diera una charla programada en el marco de unas jornadas filosóficas sobre transexualidad). Si uno piensa que al contrario le mueven intereses perversos y le ha convertido en una caricatura que reúne en su persona todos los males del mundo, es casi hasta lógico que quiera censurarle. "Para qué va a hablar", dirán algunos, "si su único objetivo es mentir, manipular o ensuciar el debate público: hay que impedirlo". Desde las primeras décadas del siglo XX, ya sabemos que el primer paso para que la censura sea efectiva es despersonalizar al contrario (y que los demás piensen que no puede haber ningún motivo razonable ni ninguna buena intención detrás de quien se sale de lo políticamente correcto).
Porque, además, aquí no hablamos de una protesta que, a las puertas de un acto, reúne a unos manifestantes que rechazan las opiniones de los intervinientes. Tampoco esto es especialmente sano en la mayoría de los casos, pero al menos podría debatirse si es legítimo: en este caso los organizadores partirían de la premisa de que los ponentes tienen derecho a decir lo que van a decir, aunque a ellos pueda asquearle y quieran protestar por ese hecho. Muy al contrario, actos como el de la Universidad Pompeu Fabra están diseñados para acallar al discrepante e impedirle hablar. El objetivo no es mostrar tu enfado; el objetivo es silenciar al que piensa diferente a ti.
Lo curioso es que sea la izquierda que se precia de su "tolerancia" la que protagoniza la gran mayoría de estos actos de censura. Haidt y Lukianoff, dos autores progresistas, se preguntan a menudo a lo largo del libro por qué son precisamente sus correligionarios los más contrarios a confrontar ideas con el adversario. Podrían pasarse por España este invierno; aquí, cuarenta años después del encuentro de Manuel Fraga y Santiago Carrillo en el Club Siglo XXI, un líder político ha tenido que explicar por qué hablaba de forma amistosa con otro.