No es oro todo lo que reluce. Los Golden State Warriors formaron este verano uno de los mejores cuartetos que se recuerdan en la mejor liga de baloncesto del mundo: el galáctico fichaje de Kevin Durant se unía a los Curry, Klay Thompson y Draymond Green. Talento desbordante.
Algunos analistas se mostraban escépticos sobre el buen funcionamiento de un equipo con demasiados líderes que reclamarían protagonismo.Tras ajustar piezas, en los 37 primeros partidos de temporada, los de Steve Kerr parecían gozar de una excelente salud: 32 victorias y buenos números individuales de todas sus estrellas.
Sin embargo, el pasado domingo, el partido contra Memphis destapó otra realidad. No todo funciona como un reloj suizo en la Bahía de San Francisco. Con el partido empatado, los Warriors disponían de la última posesión. Curry subía el balón y marcaba jugada, sin embargo, Durant le roba el tiro decisivo a la bailarina de claqué.
En un gesto insólito típico de una rabieta de un bebé, Stephen Curry le pasa el balón a Durant de mala gana. En una esquina, el verdadero sheriff del vestuario, Draymond Green, monta en cólera. Esa no era la jugada hablada en el tiempo muerto anterior y el hecho de que Durant le birle la última posesión a Curry le indigna.
En una imagen clarificadora, nadie va a hacerle un bloqueo a Durant que se juega una castaña de triple con su defensor encima. El tiro no entra y el partido se va a la prórroga. Tras el lanzamiento, Green se acerca a Durant y le echa un rapapolvo en público que captan todas las cámaras.
Puede tratarse de una acción aislada pero, sin duda, es una buena muestra de la importancia que tienen los egos en un equipo. Si los Warriors consiguen controlarlos, son, sin duda, el gran favorito para llevarse el anillo. Pero como en el corral del Oracle Arena empiecen a alterarse los gallos...