La carrera de Jorge Lorenzo es un carrera de triunfos, de crecimiento deportivo y personal, la de un niño prodigio que tuvo el valor de enfrentarse a los mejores, los mejores hasta ese momento dentro del motociclismo español y mundial. Su debut con Derbi, con tan solo 15 años, arrancó con récords, el más joven en debutar, el más joven en puntuar y así hasta el día de su retirada, 17 años después. Una carrera que no ha dejado indiferente a nadie por su talento y por su personalidad, un chaval insolente, con un talento que recordaba mucho al de Valentino Rossi, por su desparpajo y su determinación por ganar, por ser el mejor. Agresivo en la pista, descarado en el padock, un triunfador que maravilló desde 125cc.
Eternamente comparado con otros, primero con Dani Pedrosa que parecía el gran elegido y que se convirtió en su bestia negra en las categorías inferiores, después con Valentino Rossi al que ganó por méritos propios, obligándole a levantar muros, protegerse y defenderse como nunca lo había hecho antes el gran Il Dottore, y al final con Marc Márquez, el gran Marc Márquez. Son todos esos momentos los que Lorenzo, en el día del anuncio de su retirada, ha puesto en valor, ha colocado como los grandes ítems de su carrera deportiva, el día que debutó con derbi, el día que ganó su primer Mundial con Aprilia en 250cc y después cuando se coronó en MotoGP, consiguiendo algo que sólo un español, Álex Crivillé, había conseguido hasta entonces para el motociclismo español.
Odiado y amado al mismo tiempo. Amado por su elegante, eficiente y veloz forma de pilotar y odiado por ser tan espontáneo, y a veces, irreverente en su forma de contestar las preguntas de la prensa, en analizar sus carreras, sus errores y aciertos.
Independientemente de lo subjetivo, de las opiniones y de los gustos, lo que es irrefutable son los cinco títulos Mundiales que Lorenzo tiene ya en sus bolsillos, su infatigable amor al trabajo, su trabajo meticuloso y casi obsesivo que tantos y tan bueno resultados le han dado, sobre todo en su época de Yamaha junto con su inseparable jefe de mecánicos Ramón Forcada. Una obsesión que llevó más allá de las motos y que corrigió su forma de hablar, la contuvo, la dio forma. Obsesionado por mejorar su pilotaje al tiempo que también los estaba por mejorar su forma de expresarse, de hacerse entender. Un niño al que nunca le interesaron los estudios, al que le enseñaron a pilotar antes que a hablar, que tuvo que crecer a marchas forzadas, que tuvo que elegir entre su mánager y su padre y que encontró la paz personal cuando se reencontró con el calor de su madre.
Un camino que no fue de rosas, pese a los éxitos y los triunfos. Siempre rodeado de gente, pero marcado por su carácter introvertido fruto de su timidez y de una cierta inseguridad, la que le han provocado siempre los micrófonos y las cámaras. Jorge Lorenzo era libre encima de su moto, en sus trazadas perfectas, sin vaivenes, sin rectificaciones, en sus adelantamientos, los primeros con más dudas que los últimos, y sus celebraciones donde daba rienda suelta al niño travieso que todavía se asoma en su mirada. Jorge es un grande, que ahora siente encima de la moto algo que no sentía antes, miedo, inseguridad. Por eso lo deja, de momento, pero sigue siendo un grande, el más grande de los nuestros hasta que llegó Márquez, un deportista marca España que deja con ganas de más, más Jorge, más Lorenzo.