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George Averoff: el desconocido filántropo que hizo posibles los Juegos Olímpicos

Su papel no ha sido justamente recordado en la historia del deporte; pero sin su intervención, quizá hoy no tendríamos Juegos Olímpicos.

Su papel no ha sido justamente recordado en la historia del deporte; pero sin su intervención, quizá hoy no tendríamos Juegos Olímpicos.
Retrato de George Averoff | Archivo

Hoy arrancan, por fin, los Juegos Olímpicos de Tokio. Con un año de retraso –la salud manda- pero con la expectación de siempre. Unos juegos que cumplen su XXXII edición, y que han vivido una evolución inexorable desde que en 1896 se recuperara la tradición griega, dando lugar a los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna. Una evolución que no hubiera sido posible sin Pierre de Coubertin… ni sin George Averoff.

Porque sí. Todos conocen al Barón de Coubertin. Tras varios intentos fallidos a lo largo del siglo XIX, a él le ha correspondido siempre el honor de ser el creador de estos juegos modernos. Y qué duda cabe de que así es. Pero no es menos cierto que nunca hubiera sido capaz de llevar a cabo su propósito de no ser por la ayuda altruista de un millonario griego que poco o nada tenía que ver con el deporte.

George Averoff había hecho fortuna en Egipto. Era griego, pero tuvo que emigrar a Alejandría, donde se convertiría en un empresario de éxito, especialmente como comerciante, banquero y agricultor.

Sus complicados orígenes, su diáspora, le llevaron a ser también una persona generosa; un filántrópo. Sufragó de su propio bolsillo la creación de multitud de escuelas tanto en Egipto como en Grecia, como narra Fernando Carreño en su artículo.

A él acudía la realeza griega cuando necesitaba de ayuda económica. Con sus aportaciones se construyeron la Academia Militar, la de Agricultura, el Conservatorio… y regaló también un crucero de combate, que hoy es un museo con su nombre.

Y a él acudieron Pierre de Coubertin y el príncipe Constantino, a quien el Barón había convencido para la causa después de que el primer ministro griego se negara a financiar aquellos Juegos dada la precaria situación económica del país.

Averoff, que en ese momento tenía ya más de 80 años, no se lo pensó. Decidió colaborar. No sería el único, pero sí el más importante: aportó más de un cuarto del presupuesto total de aquellos primeros Juegos Olímpicos, unos 140.000 euros de la época al cambio de dracma. La mayor parte de la suma se destinó a la construcción del Estadio Olímpico Panathinaikó. Todo un símbolo del movimiento olímpico.

"Al margen de los problemas políticos, el sueño de Coubertin no hubiera sido posible sin la millonaria aportación del financiero griego Georges Averoff. Él fue quien pagó, entre otras cosas, la reconstrucción del estadio de Atenas, levantado 2200 años antes, y que estaba en ruinas". Así se recoge en el serial Historia de los Juegos Olímpicos, de Diario 16.

"El problema económico para su ejecución estuvo a punto de impedir la celebración de la I Olimpíada de la era moderna (sic). El famoso estadio Panhelénico se debió a la aportación de un griego residente en Alejandría, George Averoff, quien donó cerca de un millón de dracmas para su construcción". Así lo relata Antonio Alcoba en su ‘Enciclopedia del Deporte’.

El primer héroe de los Juegos

Se desconoce si George Averoff estaba presente –todo hace pensar que sí- en el momento más icónico de aquellos Juegos, la entrada al estadio y posterior triunfo del maratoniano local Spiridon Louis. Un maratón, por cierto, que también contó con la presencia del primer tramposo de la historia de los Juegos.

Podría decirse que Spiridon Louis fue el primer gran héroe de los Juegos Olímpicos. Y tal vez sea cierto. Pero ese honor debería compartirlo con George Averoff, porque con su filantropía hizo posible que los Juegos existieran.

George Averoff fallecería en 1899. Una estatua en su honor presidió durante muchos años la entrada al Estadio Panathinaiko. Una estatua que aún hoy se conserva en Atenas. Pequeño recuerdo para un hombre cuyo papel fue trascendental para recuperar los Juegos Olímpicos. Mucho más trascendental, sin duda, de lo que el mundo del deporte le recuerda.

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