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Derek Redmond, una derrota para la posteridad

El atleta británico protagonizó uno de los grandes momentos de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Probablemente, el más emotivo.

Derek Redmond, en el momento de ser asistido por su padre para terminar la carrera en los Juegos de Barcelona 92. | Cordon Press

Los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 quedaron en el recuerdo como unos de los mejores de todos los tiempos. Por varios motivos. Desde una ceremonia de apertura brillante, con un espectacular encendido del pebetero; a una organización sencilla pero ágil y efectiva, pasando por grandes registros deportivos, destacando la presencia del mejor equipo jamás visto en la historia del deporte: el Dream Team de Estados Unidos de baloncesto.

Pero quizá la imagen más icónica de aquellos Juegos la protagonizó el atleta estadounidense Derek Redmond. No era la imagen de un ganador. No era la imagen de un triunfo. Fue una imagen de dolor, de sacrificio, de amor, de solidaridad, de tragedia y de superación. Todo en una. Todo, en unos segundos...

Una imagen que, como suele suceder, tiene una importante historia detrás…

Rasgado por el dolor

Derek Anthony Redmond nació el 3 de septiembre de 1965 en Buckinghamshire, Inglaterra. Dotado por la diosa naturaleza de una inmensa capacidad física, encontró en los 400 metros lisos la horma de su zapato.

Con tan solo 19 años batió el récord británico de la distancia. A ello le siguieron el oro en el campeonato europeo de 4x400 en 1986, y la plata en la misma prueba en el Mundial de 1987, sólo por detrás de la implacable Estados Unidos.

Por eso, a pesar de su juventud -y de que aún no había ganado ninguna medalla individual- los Juegos Olímpicos de Seul del 88 se presentaban como la gran oportunidad para dar el salto y consolidarse entre los más grandes.

Pero cinco semanas antes de la cita olímpica, Redmond comenzó a sufrir unos terribles dolores en el tendón de Aquiles. Decidió reposar hasta llegar a Seúl, a pesar de que aquello mermaría notablemente sus opciones de medalla. Pero al menos participaría y, dadas sus inmensas capacidades, ya veríamos qué sucedería, pensó él…

Comenzó a calentar para la primera carrera... y el dolor regresó. Más persistente si cabe. Redmond tuvo que abandonar. Antes incluso de comenzar la competición. Lo hizo en un mar de lágrimas. El sueño olímpico se le escapaba de entre los dedos…

La figura salvadora

Los siguientes meses fueron muy duros para Derek Redmond. A la lógica decepción por la no participación en los Juegos de Seúl le siguieron hasta cinco operaciones. Daba la sensación de que nunca se recuperaba. Con las secuelas psicológicas que todo ello conlleva.

Fue entonces cuando su padre Jim, que siempre había estado apoyando su carrera, se volcó completamente en él. En todas las facetas. Se convirtió en mucho más que un padre. Consciente de las dificultades por las que atravesaba su hijo, físicas y anímicas, se convirtió en su mayor apoyo, su mejor amigo, su entrenador, su psicólogo… y su sombra. Allá donde fuera Redmond, hiciera lo que hiciera, él estaría a su lado para mostrarle su apoyo; para mostrarle que no estaba solo.

Formaron un gran equipo, dispuesto a dejar el pasado atrás y devorar el inmenso futuro que, sin duda, aún tenía Derek Redmond.

Así, en 1991 llegaría el mayor éxito de su carrera. En los mundiales de Tokyo Gran Bretaña, que formaba equipo con Roger Black, John Regis y Kriss Akabusi además de Redmond, logró la proeza de superar a Estados Unidos en el 4x400, por tan solo 4 centésimas. Fue una de las mejores carreras de relevo largo que se recuerdan.

El sueño de Barcelona

De este modo, con la madurez alcanzada a sus 27 años y tras conseguir aquel brillante oro en Tokio, Barcelona 92 se presentaba, ahora sí, como la oportunidad perfecta para cumplir el sueño olímpico. Estaba más preparado que en Seúl. Ya había pasado por el proceso de sufrimiento y mejora de que requieren todos los grandes campeones.

Una nueva operación a cuatro meses de la cita olímpica hacía revivir viejas pesadillas. Pero Derek lo afrontó con mayor determinación. Llegó a Barcelona en mejor estado y con más hambre que nunca.

En la primera serie se impuso con suficiencia, logrando la mejor marca personal de sus últimos 4 años. En la segunda, también ganó. Ya estaba en las semifinales sin apenas despeinarse…

Una semifinal que, a tenor de lo comprobado, debía ser un mero trámite. La salida fue espectacular. Redmond arranca con una fuerza tremenda, fruto del entrenamiento, de la calidad, y del que ha sufrido tanto para llegar hasta ahí. Pronto se sitúa en una buena situación. Vuela sobre la pista…

Pero cuando lleva 200 metros siente un pinchazo en la parte trasera de su pierna derecha. No puede ser. Un tremendo dolor. Se echa al suelo. Y se rompen también sus sueños. Los ojos se le llenan de lágrimas. Otra vez. Cuatro años esperando ese momento, y todo termina de la manera más dolorosa.

Un equipo médico corre hacia él, pero Redmond se levanta. Hundido, asegura que quiere terminar la carrera. Que quiere cruzar la meta en una cita olímpica. Aunque sea cojo.

"Estuve el tiempo suficiente en el suelo para ver cómo el resto se acercaban a la meta. Cuando vi que enfilaban la última recta, decidí levantarme y seguir corriendo. No podía creer que me estuviera pasando otra vez. Me quedé conmocionado. Sentí frustración y rabia. Y lo único que tenía en la cabeza era terminar la carrera. Como fuera. Sólo pensaba acabar, acabar, acabar. Porque podía ser la última carrera de mi vida", declara en el programa que Informe Robinson le dedicó.

Los 200 metros que le restaban Redmond los hace sin apenas poder mantenerse en pie. Con una cara desconfigurada, entre lágrimas y dolor. El público se compunge. Y le engrandecen. Suena una tremenda ovación.

De repente, las cámaras, que se habían quedado con Redmond, captan a un espontáneo que se le acerca. Le intentan detener, pero le dejan pasar. "Soy su padre", debió decir. Porque el que ahí estaba, sobre la pista, era Jim Redmond. No iba a abandonar ahora a su hijo.

Inicialmente, Jim había saltado para pedirle a su hijo Derek que abandonara. Que aquello era demasiado dolor. Pero Derek no puede. No quiere. Su sueño era conseguir una medalla olímpica. Sabía que podía hacerlo. Pero la mala fortuna se lo impedía otra vez. Al menos, quería terminar la carrera. Cruzar una meta olímpica. Quizá, seguramente, la última oportunidad que tendría de hacerlo.

Así que el padre agarra al hijo y, los dos juntos, avanzan sobre la meta. Derek Redmond cojea y llora. Jim Redmond hace de muleta humana. El público se pone en pie y ovaciona al atleta. Quizá, la mayor ovación de todos los Juegos.

Y juntos, cruzan la meta. Entonces, el padre también se descompone, y rompe a llorar. Padre e hijo se abrazan. Un demoledor, conmovedor e histórico abrazo.

"Soy el padre más orgulloso del mundo. Estoy más orgulloso de él de lo que lo estaría si hubiera ganado el oro. Hace falta tener muchas agallas para hacer lo que ha hecho", acierta a declarar Jim Redmond al concluir la carrera.

Unos días después, los médicos confirmaban las sospechas: no podría volver a correr. La de Barcelona sería su última carrera.

La lucha continúa

"Aquello terminó con mi carrera como atleta, pero comencé otra carrera a partir de lo que había pasado".

Probó en otros deportes que no exigían tanto de su maltrecho tendón de la corva. Como el baloncesto. Y no le fue mal: en dos años pasó a ser profesional, e incluso llegó a ser internacional con Gran Bretaña.

Actualmente –y desde hace años- Derek Redmond se dedica a dar charlas y conferencias por todo el mundo, usando su historia de éxitos y de fracasos como una motivación para todos aquellos que quieran escucharle. Una historia de caer y levantarse. De no rendirse. La historia de cómo el dolor físico es temporal, pero la gloria dura eternamente.

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