Estocolmo. Verano de 1912. Quintos Juegos Olímpicos. Por primera vez, un deportista consigue medalla en dos disciplinas distintas. En aquel entonces, aquello se presumía un imposible. Pero no para Jim Thorpe. Un prodigio de la naturaleza que logró el oro en pentatlón y en decatlón. Era el atleta perfecto, el deportista completo que destacaba en todas las modalidades.
O el "mejor atleta de la historia", como le acertó a decir un emocionado el Rey Gustavo V de Suecia, mientras le colgaba la segunda medalla. Unos meses después, pero, se iniciaba una campaña contra Thorpe, que terminaría con el despojo de las dos preseas, de toda gloria. ¿El motivo? Haber cobrado poco y durante poco tiempo como jugador profesional de béisbol. Al menos, supuestamente…
Preparado para ser el mejor
La infancia de Jakobus Franciscus ‘Jim’ Thorpe (28 de mayo de 1888) no fue fácil. Nacido en el duro desierto de Oklahoma, desde pequeño tuvo que saber lo que era trabajar para ayudar a los suyos. Y no en cualquier asunto. Su madre era india. Su padre, contrabandista. Su hermano murió cuando él tenía ocho años. Se vio obligado a desarrollar cualidades impropias de los niños de su edad: correr como nunca para huir; montar a caballo para ir más rápido; pelear duro para defenderse; disparar por si era necesario. Todo eso, con apenas ocho años.
Logró salir adelante, y a los 16 años era aceptado en la Carlisle Indian Industrial School de Pensilvania, dirigida por el gobierno para los nativos americanos. Y allí, cuentan, nació la leyenda de Thorpe.
Mientras paseaba por el recinto, se encontró con un grupo de jóvenes que realizaban un concurso de salto de altura. Les pidió participar y, pese a las reticencias de estos, lo hizo. Vestido de calle. Superó a todos con el primer salto: 1,75cm. Acaba de nacer la historia del atleta al que no le dejaron ser leyenda.
De inmediato, le propusieron entrar en el equipo de atletismo. Y en el de fútbol americano. Y en el de béisbol. Y en el de balonmano, boxeo y hockey. Thorpe era bueno en el deporte que quisiera. Muy bueno. Con esas capacidades físicas, no había actividad que se le resistiera.
El sueño americano
Jim Thorpe siguió jugando a los deportes que más le gustaban, también a nivel universitario, y a partir de 1911 se marcó un objetivo como meta: los Juegos Olímpicos de 1912, que se celebrarían en Estocolmo. Las pruebas americanas para conseguir entrar eran muy duras, pero abiertas para todos, así que Thorpe se presentó a la selección, y consiguió entrar. Lo hizo en la prueba de pentatlón y en la de decatlón, la favorita de Thorpe, entonces denominada All Around.
Tampoco en Estocolmo encontró rival. Ni siquiera su compañero de equipo George Patton, quien años más tarde se convertiría en uno de los generales militares más temidos por los alemanes en la II Guerra Mundial.
En el Pentatlón, logró la victoria en cuatro de las cinco disciplinas: en salto de longitud, en 200 metros lisos, en lanzamiento de disco, y en el 1500; sólo se le escapó el lanzamiento de jabalina, donde fue tercero.
El dominio de Thorpe continuó en el decatlón. Y eso que Suecia esperaba impaciente el gran duelo entre el nativo americano el gran ídolo local, Hugo Wieslander, supuestamente invencible en las diez pruebas. Pero Thorpe no tuvo rival. Logró la victoria en salto de altura, 110 metros vallas, lanzamiento de peso, y 1500 metros lisos. Segundo en salto de longitud. Tercero en 100 metros lisos, salto de pértiga y lanzamiento de disco. Y cuarto en 400 metros y lanzamiento de jabalina.
Por eso, cuando el Rey Gustavo V de Suecia le entregó la segunda medalla de oro, no le quedó otro remedio que confesarle "Señor, es usted el más grande atleta de todo el mundo". Thorpe, tímido como siempre, sólo acertó a decir "gracias". No eran unas palabras cualquiera las del monarca. Bill Malon, cofundadodor de la Sociedad Internacional de Historiadores Olímpicos, confirmaría años más tarde, en base a los resultados y estadísticas, que la actuación de Jim Thorpe en Estocolmo fue "la del mejor atleta de todos los tiempos".
A su regreso a Estados Unidos, Thorpe fue recibido como una estrella. Todos le felicitaban. Todos le querían recibir. Era festejado en todos lados. Era el sueño americano. Un nativo que vivía una mala infancia, se refugiaba en el deporte, conseguía acudir a unos Juegos Olímpicos, y se convertía en héroe, en uno de los mejores deportistas de la historia… Pero el sueño duró poco.
Una polémica decisión
En enero de 1913 un periódico estadounidense publicó una foto en la que se veía al atleta formando parte del equipo profesional de béisbol de Carolina del Norte. Pongámonos en contexto: en aquel entonces –y hasta muchas décadas después- en los Juegos Olímpicos no podían participar deportistas profesionales. Y por deportista profesional se entendía cualquier deportista que hubiera cobrado una cantidad económica por realizar su deporte.
Pues bien. Jim Thorpe había cobrado en 1910 50 dólares por jugar una serie de partidos de béisbol. Una cantidad semiprofesional para una competición semiprofesional. Pero poco le importó al Comité Olímpico Internacional. Ni tampoco su propia regla, redactada por ellos mismos, de que cualquier protesta o reclamación debía hacerse en los siguientes treinta días al final de la competición. Y no más de seis meses, como era el caso.
Como quiera que fuere, Thorpe no supo defenderse, o no encontró quien supiera hacerlo, y le fueron retiradas las dos medallas de oro conseguidas de manera brillante sólo unos meses atrás. Ahí apareció también la teoría de que nadie había querido defenderle porque nadie quería que el nuevo ídolo americano fuera un indígena.
Pese al mazazo, Thorpe siguió jugando al béisbol. Ahora sí, de manera profesional. Y se convirtió en uno de los mejores jugadores de la década de los años 10 y 20. Pero no era lo mismo. Sentía que le habían arrebatado la gloria de la manera más injusta posible. Además, la muerte de su primer hijo por una epidemia le llevó al divorcio primero, y a esconderse en la bebida después. Murió de un infarto en 1953 prácticamente sólo.
Reconocido tarde, muy tarde
Nadie en Oklahoma, donde había nacido, quiso hacerle ningún homenaje. Nadie quería recordarlo. Curiosamente, le ofrecieron a su mujer una extraña pero memorable oferta. Dos ciudades de Pensilvania, Muach Chunk y East Muach Chunk, querían dedicarle un monumento. Ahí le dieron sepultura, erigieron dos estatuas en posición atlética, y se fusionaron en una única ciudad: Jim Thorpe.
En 1981 se abrió de manera definitiva la veda a los deportistas profesionales para competir en los Juegos Olímpicos. Juan Antonio Samaranch, Presidente del COI, lo tuvo claro: una de las primeras medidas que había que tomar entonces era la de devolverle las medallas a Jim Thorpe.
Poco después, era el gobierno de Estados Unidos quien devolvía el guiño creando un sello con la imagen de Jim Thorpe. Y en 1999 la Asociación de la Prensa Americana le nombró el tercer mejor deportista estadounidense del siglo, sólo por detrás de Babe Ruth y Michael Jordan.
Pero claro, Thorpe llevaba ya años, muchos años, muerto. Y a la tumba se marchó sin sus dos medallas. Sin su gran gesta olímpica reconocida. Una tumba en una ciudad que nunca había pisado, y que ahora lleva su nombre. Una tumba, flanqueada por dos esculturas atléticas, y en la que puede leerse tallada en piedra la frase "usted, señor, es el atleta más grande del mundo".