Que su victoria fuera agónica, que fuera inmerecida, que fuera un amasijo de yerros y sospechas, ni altera el resultado ni desmiente los hechos. Los hechos, decía Lenin, son tozudos y el hecho ineluctable es que el Madrid de las estrellas se trajo de San Siro la victoria y la undécima. ¿Qué no se hizo justicia? ¿Qué cuesta tragarse el sapo y envainarse la brega? No le demos más vueltas. El fútbol "es ansí" -como la vida misma- y ganan los que ganan no los que lo merecen.
Simeone y los suyos, Simeone y los nuestros, dieron sopas con honda al cíclope merengue desde el minuto veinte de la primera parte hasta que, en el alargue, bajaron el pistón porque también a ellos se les subían los gemelos. Acto seguido pasó lo que pasó, lo que nos inundó los ojos y nos cortó el resuello. El fatum, el destino, los hados, la ananké, la putañera suerte, volvieron a dejarnos con la miel en los labios y la amargura en los adentros.
Hermosos y malditos: los tantanes del tópico resuenan en los medios y el Pupas -¡pobre Pupas!- se escaquea del mono con un chute de épica. No obstante, el malditismo es el opio del débil y la mitología del heroico perdedor una limosna compasiva con la que se redime la soberbia. Si la dichosa undécima hubiese sido la primera, muchos de aquellos que hoy zurcen ditirambos a cuenta del Atleti afirmarían que en la batalla de Milán el anti-fútbol primó sobre el talento.
La solidaridad sin límites, la entrega sin usura, la intensidad sin tregua, ya no serían un florilegio de virtudes sino el salvoconducto de la violencia. El equipo que el Cholo ha construido con hombres no con hombres, con los valores del común antes que con dinero, no se merece que le compadezcan. El equipo que ha seducido a media Europa y fascinado a la otra media, no necesita más amor que el que sus fieles le profesan. Basta con que le teman.
Por lo demás, el reto sigue en pie, detrás del telón de lágrimas se avizora la meta. Paciencia, ya queda menos.