Si detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer, detrás de un gran equipo hay siempre un gran portero. A riesgo de ser tachado de machista por los inquisidores que uniforman el habla y el cerebro, un servidor de ustedes cree que el paralelismo es lícito, amén de pertinente. Cuando los guardametas pasan inadvertidos es porque el resto del equipo ha dado el do de pecho. Pero si la tormenta atruena, si los rayos calcinan la última trinchera, nos tienen en sus manos en la flagrante literalidad del término. Lo que distingue al gran portero -como a la gran mujer del cuento- es que preferiría no ser protagonista pero jamás escurre el bulto si está obligado a serlo.
Yendo a rebufo del símil pugilístico que ha planteado en este blog don Domingo Pacheco, la batalla de Múnich fue un choque entre dos élites, un desafío a tumba abierta entre un fajador inmenso y un gigantesco bombardero. Durante cuarenta y seis minutos de reloj, ni uno más, ni uno menos, el Bayern fue un trasunto de Mohamed Ali ("Float like a butterfly, sting like a bee": flota como una mariposa, pica como una abeja) y el Atleti la reencarnación de Joe Frazier, pongamos por ejemplo. De un tipo que, más que encajar los golpes, se los zampaba con tal cuajo que se dirían cacahuetes.
Pero luego, cumplimentado el primer tiempo, Simeone y los suyos (Simeone y los nuestros) encauzaron el vértigo, llevaron a los bávaros hasta el rincón de las urgencias, exprimieron al límite las fuerzas y el resuello… Y siguieron sufriendo. Y seguimos sufriendo. Era el turno de Oblak, su epifanía, su momento y el arquero impasible dio fe de la sentencia: Detrás de un gran equipo hay siempre un gran portero. Todos se vaciaron para volar hacia Milán: Oblak ("Obli, Oblak, cada día te quiero más") nos sacó los billetes.