Pudiendo hablar de Torres, ¿para qué hablar del Celta?
Parece ser que Torres se marcha del Atleti porque su rendimiento no compensa la inversión, porque hace una eternidad que no ve puerta, porque el gol centenario no acaba de caer y porque hay otros nueves en la agenda. Razones todas ellas que, servidas en frío, con ese rigor mortis de las cifras sin letras, justificarían que el club, a instancias del cuerpo técnico, le fuera a dar boleta. Aun así, nadie ignora que el corazón tiene razones que la razón no entiende y el corazón partío de un servidor de ustedes se duele de que el Niño no pueda cumplir su sueño de retirarse entre los suyos, o sea, entre los nuestros.
Ahora que los voceros del Barça y del Madrid (los bocazas mediáticos que un duopolio omnímodo ha creado a capricho y criado a sus pechos) especulan a cuenta de los principios y valores que encarnan los culés y del civismo virtuoso que adorna a los merengues; ahora que en los platós y en los papeles se improvisan pachangas filosóficas y se despachan a patadas diplomaturas éticas; ahora, justamente, viene a cuento -y al pelo- reivindicar a Torres como un portaestandarte del alma colchonera más allá de que los números le acusen y las urgencias le condenen.
Cabal, disciplinado, generoso, discreto. Leal hasta las cachas, cercano hasta la médula, nunca estuvo, en espíritu, lejos del Calderón, nunca le dio la espalda a sus orígenes, nunca abjuró de sus colores, nunca olvidó a su gente. Cuando Torres se fue a buscar fortuna alivió la gazuza de unas arcas famélicas. La mala fortuna, en cambio, ha deslucido su regreso y el que haya dinero en caja no garantiza su futuro ni tan siquiera su presente.
Lo que sea, sonará. Pero, mientras afinan la sentencia, la fidelidad del Niño (esa fidelidad en la que se sustancia el que el Atleti sea, además de un club, un sentimiento) enjoya su silencio. O sea, que chitón. Y del Celta ni hablemos.