Los hunos y los otros: un clásico dilema
Un servidor de ustedes fue un antimadridista acérrimo hace ya ni se sabe porque más vale no saberlo. La cuestión es que, entonces, digamos que in illo tempore, ser del Atleti venía a ser lo mismo que militar en el Atleti. Había que elegir entre el orgullo y la soberbia, entre el confort y la intemperie, entre los espartanos y los persas, entre los otros y los nuestros. Bajábamos los nuestros hacia el Vicente Calderón desde las cumbres borrascosas de los Carabancheles o de Usera y el flamear de las bufandas rojiblancas iluminaba los suburbios como los farolillos de verbena.
Los otros, sin embargo, iban al Bernabéu con la sonrisa endomingada de los rentistas de la épica y el mohín desdeñoso de los campeadores por sistema. Eran gente de orden -de ordeno y mando, incluso, en las instancias más solemnes- y nosotros, los nuestros, gentecilla sin lustre avecindada en las afueras. Vistas así las cosas, a ojo de mal cubero, el antimadridismo era un imperativo emocional, una suerte de híbrido de ética y estética indisociable de la condición de atlético.
Ocurre, sin embargo, que, en vísperas del choque sabatino de culés y merengues, un servidor de ustedes aún no tiene claro quién prefiere que pierda. Confieso de antemano que ese antimadridista visceral que la monserga introductoria ha puesto en suerte todavía disfruta con las penurias del Madrid y con el deslumbrante eclipse de su constelación de estrellas. Pero no es menos cierto que, frente al aquelarre victimista del Camp Nou, frente a la apoteosis del rencor a pulmón libre y del racismo a voz en cuello, una improbable victoria de los blancos se prestaría, también, al paladeo.
Habrá que elegir, de nuevo, entre lo malo y lo peor, entre la chulería y la insolencia, considerando que los nuestros, aún mermados, han hecho los deberes ante el Betis. De lo contrario, no hay disputa y hasta la duda ofende: que arda Canaletas, que salga el sol por Antequera y la cuadrilla de Zidane por piernas.