Ni los ocho goles del Barça a un Deportivo que, para no gastarse, optó por la incomparecencia. Ni los tres del Madrid a un Villarreal que, a los efectos, no se bajó del autobús que le condujo al Bernabéu. El único tanto que puede ser crucial para desentrañar la foto finish de la competición liguera fue el que marcó Fernando Torres en la guarida de un Athletic que no racionó el empuje y no escatimó la entrega.
San Mamés, en principio, era el último puerto que había que escalar antes de proyectarse hacia un sprint frenético. Pero era, también, un test de resistencia de cara al enfrentamiento contra un Bayern que nos obligará a jugar al límite del desparpajo y la cautela. De la transpiración y de la inspiración. De aquello, en suma, que nuestro señor Cervantes (tan recordado hoy, tan olvidado siempre) denominaba la industria y el ingenio.
Si hemos de juzgar por lo que sucedió en Bilbao, la pieza que la orquesta del Cholo Simeone interpreta con absoluta convicción y afinadísima solvencia está ya más rodada que la Marcha Radetzky. La defensa es un búnker movedizo que compromete a todos y del que nadie se escaquea. En el eje del campo los delineantes se conciertan con los especialistas en cavar trincheras. Y en la punta de ataque, el regreso del Niño (del Niño ayer pedido y hoy hallado en el césped) engrandece a Carrasco y catapulta a Griezmann. El Atleti domó a los vizcaínos administrando temple cuando arreciaba el vértigo y traspasándole al rival el lastre de la urgencia. Acaparando los espacios con la compleja sencillez de un ballet que combina la espuma y el acero.
Con tales argumentos -y un pellizco de suerte- se puede aspirar a todo sin gollerías pirotécnicas. Aspirar, verbi gratia, a poner en escena una versión insospechada de la consagración de la primavera por mucho que, de momento, nos toque bailar con la más fea.