Aquellos que nos dejamos media vida en el pozo sin fondo de las desdichas del Atleti, aquellos que alguna vez fuimos tan necios como para aceptar que las derrotas, cuando menos las nuestras, atesoraban un plus de dignidad que compensaba la avalancha de victorias ajenas, aquellos que, para no estar a la intemperie, habilitamos un chamizo de masoquismo estético… Aquellos, los de entonces, ya no somos los mismos, muy otro es el equipo e incluso el club es diferente.
Desde que Diego Pablo Simeone regresó al Calderón, la coartada melancólica de los beautiful losers, de los hermosos perdedores, del malditismo suburbial aliñado con épica, dio paso al catecismo del partido a partido, del martirologio a ras de césped, del sangre, sudor y lágrimas como única promesa. Visto y no visto, el Cholo se impuso a la plantilla, encandiló a la hinchada y sometió a los dirigentes. Descubrió a jugadores que, como Diego Costa, apenas eran nada antes de ser estrellas. Construyó un edificio en el que los cimientos -la defensa- se sustentaban sobre roca en vez de sobre arena y que hoy, andando el tiempo, es un fortín sin parangón en la escena europea.
El cholismo, a la postre y pese a la insidias ponzoñosas de la inquisición merengue, no es un credo sectario ni una versión del peronismo en clave futbolera. El cholismo es un método cuya única meta es forjar la excelencia a través del esfuerzo. Un método que ha hecho que la autocompasión de antaño (el tierno fatalismo del "papá, ¿por qué somos del Atleti?") se encuentre ahora arrumbada en el baúl de los recuerdos. Un método que acalla -o, por mejor decir, desmiente- el himno que Sabina abocetó en pleno arrebato de murria colchonera: "¡Qué manera de palmar!". ¿Qué palmar? ¿El de Troya?
Feliz Año Nuevo a todos. Que Simeone siga en racha y ustedes que lo vean.