Un semáforo en la calle Kensington High de Londres. Ese fue el origen de una de las acciones más importantes, decisivas, y sobre todo polémicas en el mundo del fútbol. Unos minutos de espera ante aquel semáforo, el cambio de colores habitual, y se había dado con una tecla arcaica, pero demoledora: las tarjetas amarillas y rojas.
Así lo cuenta, al menos, Keneth Aston, presidente de la Comisión Mundial de Árbitros en 1966, año en que se le ocurrió la idea. Desde hacía años, con el crecimiento de los campeonatos internacionales ya no solo de selecciones sino también de clubes, se buscaba una solución a las amonestaciones.
Hasta la fecha, sólo eran de palabra, una especie de sanciones misteriosas. Lo que en los campeonatos domésticos no suponía ningún problema, pero sí a la hora de dirigirse a un futbolista que no entendía ni por asomo la lengua del colegiado. Es lo que le sucedió, por ejemplo, a Antonio Rattín, futbolista argentino que fue expulsado por el árbitro alemán Rudolf Kreitlein durante el partido del Mundial del 66 entre Inglaterra y Argentina. Tardó varios minutos en entender que le estaban mandando a la ducha antes de tiempo.
O, en ese mismo partido, a los hermanos Jack y Bobby Charlton, que no conocieron que habían sido amonestados hasta que leyeron los periódicos al día siguiente. Con su consiguiente enfado. En el terreno de juego no se habían dado ni cuenta.
Así que Keneth Aston decidió, durante aquel campeonato, que había llegado la hora de acabar con ese problema. Debía encontrar una fórmula para que se viera bien a las claras cuando el futbolista era amonestado. Tanto para el propio jugador, como para sus compañeros y para el público. Y además debía distinguir entre un aviso, y la expulsión definitiva…
En esas andaba pensando, cuando entró en Kensington High Street. Se detuvo y, con la mirada perdida, se quedó observando el semáforo que le había obligado a pararse. Miró hacia el lado, y vio otro semáforo en verde. Poco después vio cómo éste se ponía en amarillo, para posteriormente pasar a rojo. Los coches del otro lado se detenían, y el volvía a avanzar… "¡ya está!", "¡ya lo tengo!", se dijo para sí mismo. "Amarillo, cálmese. Rojo: está bien, usted está fuera del partido". "Amarillo: vaya tranquilo. Rojo: basta, está expulsado".
Llegó corriendo a su casa para contarle a su mujer la idea que había tenido. Pero sólo faltaba un detalle: ¿cómo iba a representar esas señales durante el partido? Su mujer abandonó el salón durante unos minutos, para regresar con dos tarjetas hechas de papel, una roja y una amarilla, que había recortado hasta tener el tamaño ideal para caber en un bolsillo.
De esta manera, se iban a traspasar las barreras lingüísticas, puesto que todo el mundo sabía que el amarillo significaba "precaución", y el rojo "stop, fuera". Porque en todo el mundo hay semáforos.
No fue hasta el siguiente Mundial de fútbol, el de México 70, que ya se instauraron de manera definitiva las tarjetas. La primera amarilla se mostró ya en el partido inaugural, entre la anfitriona y la URSS, teniendo el soviético Kakhi Asatiani el dudoso honor de ser el primer futbolista amonestado de la historia.
La primera tarjeta roja directa en un Mundial la vería el chileno Carlos Caszely –de quien ya se contó aquí su rocambolesca historia- durante el partido que enfrentaba a su selección y Alemania en Berlin, el 14 de junio de 1974, siendo el colegiado el turco Dogan Babacan. Menos mal que alguien se paró a mirar un semáforo y se inventó las tarjetas, pensaría el bueno de Babacan, porque a ver cómo le explicaba un turco a un hispanohablante que le echaba del partido.