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Saturnino Navazo, el goleador español en el horror de Mauthausen

La historia de un burgalés a quien su calidad con el balón le permitió sobrevivir a Mauthausen. A él, y a su nuevo hijo que le entregaron.

De la existencia del fútbol y de su importancia durante la época nazi y los campos de concentración ya se ha dejado constancia en diversas ocasiones en este serial. Desde la historia de Julius Hirsch a la de Ignaz Feldmann, pasando por la de Sindelar o la del FC Start.

Sin embargo, es probable que la del burgalés Saturnino Navazo sea la más impactante de todas. Por su relevancia durante y después del horror, y porque parece digna del mejor guión de Roberto Benigni.

Antes de Mauthausen

Saturnino Navazo Tapias nacía en Hinojar del Rey, Burgos, en 1914. A los siete años de edad su familia se traslada a Madrid por trabajo, y allí comienza a jugar al fútbol. Su club será el Club Deportivo Nacional de Madrid, donde con 17 años llega al primer equipo. Allí se destapará como un goleador de un conjunto que conquista un título de Tercera División, y juega dos años en Segunda.

Famosos fueron sus enfrentamientos en El Parral, en Fuente del Berro, ante el Real Madrid y el Athletic de Madrid en la Copa de Castilla, llegando incluso a proclamarse campeón de la competición en 1934. Año en el que consigue el ascenso a Segunda División, con Saturnino Navazo como uno de sus jugadores más importantes.

Pero todo terminará con el estallido de la Guerra Civil Española, precisamente cuando estaba a punto de fichar por el Real Betis. A Navazo la Guerra le pilló en el bando republicano, y llegó a combatir en los frentes de Levante primero y Cataluña después. Al finalizar, se exilió en Francia, concretamente en Toulouse. Hasta que el horror de la guerra volvió a visitarle en 1940, cayendo prisionero de los nazis, que lo deportan a Mauthausen, tras un breve paso por Fallingbostel.

Líder también en Mauthausen

En el campo de concentración austriaco Saturnino Navazo perdió su identidad, que fue sustituida por el número 5.656. Pero con su calidad futbolística consiguió granjearse una posición de privilegio. Y es que los domingos era día de partido.

A los nazis les encantaba el deporte, sobre todo el fútbol. Y como modo de entretenimiento ponían a jugar a sus prisioneros, que, aunque exhaustos, encontraban en el balón un alivio a su situación. Por encima de todos ellos brillaba Navazo, al que pronto los militares tuvieron simpatía y admiración. Por su capacidad. Así que el burgalés fue designado jefe de barracón, con 200 compatriotas a su cargo. Él era el encargado de organizar los partidos. Y para que llegara más descansado, le encargaron las tareas de cocina. Navazo aprovechaba su situación de privilegio para crear una red de solidaridad entre los prisioneros. Primero benefició a los españoles, y después al resto. Sobre todo, con restos de comida que conseguía hurtar en la cocina, para después entregarlos a escondidas a sus compañeros.

La llegada de un hijo

Navazo ya había conseguido su estatus cuando de repente llegó un extraño niño a Mauthaseun. Su nombre, Siegfreid Meir. Era de Frankfurt, pero de origen judío, y tenía 11 años. Había perdido a toda su familia en el campo de concentración de Auschwitz.

Su llegada supuso una gran escandalera, no paraba de llorar, patalear, gritar... Su pelo rubio le salvó. Según afirma en su autobiografía, uno de los jefes de seguridad del campo, Georg Bachmayer, se compadeció de él, le dio un pijama de rayas, y le dejó vivir.

Se lo entregaron a Navazo, diciendo que, a partir de ese momento, debería cuidar del niño. "Nunca olvidaré esa primera mirada. Él sonrió, me cogió por la espalda y nos fuimos. A partir de entonces íbamos a todas partes juntos; yo era como el perrito de Navazo, y él fue como mi ángel de la guarda", afirma Meir.

Pronto crearon un fuerte vínculo. Navazo le protegía, le calmaba, y le enseñaba español. Meir le ayudaba a organizar los partidos, y le preparaba las botas, la ropa, y le masajeaba antes de cada tarde de fútbol.

Una vida juntos

Así, pasaron cuatro largos y sufridos años. Malviviendo, aguantando como podían, muchas veces más cerca de la muerte que de la vida en el averno del campo de concentración. Hasta que el 5 de mayo de 1945 las tropas estadounidenses entran en Mauthausen, y liberan a los prisioneros.

"Cuando llegó la liberación, la alegría se desbordó entre los que allí estábamos, sin obviar que junto a nosotros había cientos de cadáveres, y eso no se podía olvidar", afirma Meir.

Los dos debían separarse, pero el niño le pidió a Navazo que lo llevara con él. No iba a ser sencillo, pero urdieron un plan: "Te llamas Luis Navazo. Vives en la calle de Don Quijote, número 49, de Cuatro Caminos, en Madrid". Una frase que Meir no olvidaría. "Muy convencido de lo que tenía que hacer, me acerqué, me preguntaron y lo repetí", como relata en Hijo de la niebla, publicación en la que resume su vida junto a su amigo, el músico griego Georges Moustaki. Ambos se fueron juntos de Mauthausen.

Como Navazo se había enrolado en la Armada Francesa para luchar contra los nazis, el país galo le devolvió el favor, y le ofreció asilo. Ambos se instalaron en Revel, muy cerca de Toulouse, y continuaron con su vida.

Navazo se casó, tuvo cuatro hijos, y volvió a jugar al fútbol. En el Union Sportive Revenoise, donde ganó la copa regional tres años seguidos. Meir fue creciendo y tratando de ganarse la vida por sí mismo. Primero como sastre. Después como cantante, adquiriendo cierto éxito en Francia.

Posteriormente en Ibiza, donde pasó a vivir en la década de los 60 para regentar varios negocios y tiendas de moda. A la isla pitiusa acudía cada año a visitarle Santiago Navazo, hasta que muriera en Ravel el 27 de noviembre de 1986.

Regresaba a casa después de hacer la compra, se sentó, fatigado, en un banco a descansar, y dejó de respirar. Quizá a su cabeza viniera su Hinojar del Rey natal. Sus goles con el Nacional de Madrid, sus cuatro hijos, su nuevo hogar francés, o sus visitas a Ibiza.

O quizá a su cabeza vinieran los cuatro largos y dolorosos años que pasó en el horror de Mauthausen. Pero, seguro, jugando un partido de fútbol, y marcando un gol. Aquello le permitió sobrevivir en el infierno. Aquello le salvó la vida. Y la de su hijo Siegfreid Meyer. "Para mí, Navazo, es mi padre".

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