El golpe que se llevó Brasil en las semifinales de este Mundial, de su Mundial, seguramente haya sido el más severo que haya recibido en su vida futbolística. Ni siquiera el Maracanazo lo iguala. Una selección, unos jugadores –algunos más que otros- víctimas de una derrota que fue mucho más que eso para todo el país.
Sin embargo, la mayor víctima sí salió del Maracanazo. Nadie de esta selección de 2014 igualará jamás el sufrimiento por el que tuvo que pasar el portero de aquella maravillosa selección brasileña. "En Brasil, la pena mayor que establece la ley por matar a alguien es de treinta años de cárcel. Hace casi cincuenta años que yo pago por un crimen que no cometí, y sigo encarcelado. La gente todavía dice que soy el culpable" fueron las palabras de un desconsolado Moacir Barbosa, poco antes de morir.
Un partido que no se podía perder
Estamos en el Mundial de 1950. El fútbol ya era como es hoy: lo más importante. Más si eres Brasil, y juegas en casa. Por eso –como sucedía en este 2014- la canarinha tenía la obligación de ganar. Sí o sí. Y lo cierto es que todo iba bien. Se había impuesto en todos sus partidos de la fase final con aplastante superiodidad. 6-1 a España y 7-1 a Suecia. En el último partido –no era propiamente una final, pues era en formato liguilla- le bastaba con el empate ante una Uruguay que venía de empatar con España y de ganar en el último minuto a Suecia. Era el partido soñado. El partido que, como escribiría Eduardo Galeano, "para verlo, los moribundos retrasaban su muerte y los neonatos se apresuraban a nacer". No se podía escapar. Imposible...
Pero saltó la sorpresa. La gran sorpresa. Impensable cuando Friaça adelantó a Brasil ya en la segunda parte. Pero Schiaffino lograría la igualada, y a siete minutos del final del partido llegaría el histórico tanto de Ghiggia. Un gol que entró por el palo de Moacir Barbosa, el meta brasileño.
"Fue un disparo disfrazado de centro. Creía que Ghiggia iba a centrar, como en el primer gol. Tuve que volver. El balón subió y bajó. Llegué a tocarla, creía que la había desviado a córner. Cuando escuché el silencio del estadio, me armé de coraje y miré para atrás. Ahí estaba la pelota".
Hasta aquel partido, Barbosa había realizado un campeonato de ensueño. Tanto, que antes de la disputa de la final, ya había sido nombrado mejor portero del Mundial. En realidad, venía de ser un héroe en Brasil. En poco tiempo, había conquistado cuatro campeonatos cariocas, un campeonato sudamericano de campeones –siempre con Vasco de Gama- y una Copa América con la selección brasileña. Pero a nadie le iba a importar ya aquello. No después de ese gol de Ghiggia. Un gol que le iba a cambiar la vida para siempre...
La víctima más fácil: el portero
Porque ante aquella hecatombe histórica, había que buscar un cabeza de turco. Y Moacir fue el elegido. Por diversos motivos. Por un lado, porque el portero siempre es el más fácil de atacar. De nada servía que llegara a la cita como uno de los mejores porteros brasileños de la historia. De nada servía ser el mejor guardameta del campeonato. Un error –sin ser clamoroso- en la final era motivo suficiente para ser el escogido.
Por el otro, porque era negro. Sí, suena estridente, pero en aquella época, en las peluquerías brasileñas -y de muchos otros sitios-, a los negros les invitaban a marcharse porque ellos, los peluqueros, no los tocaban. Así lo relataba el propio Moacir. Y cierto, había otros negros en el equipo, pero ninguno era el primer portero negro de la Seleçao.
Brasil no podía perder el Mundial. Y si lo perdía, tenía que ser por culpa de alguien. Ese alguien fue Moacir Barbosa. "No fue culpa mía, éramos once". Pero daba igual. Iba a ser condenado para la eternidad.
Un pozo sin salida
"En Brasil, la pena mayor que establece la ley por matar a alguien es de treinta años de cárcel. Hace casi cincuenta años que yo pago por un crimen que no cometí, y sigo encarcelado. La gente todavía dice que soy el culpable", como declararía el propio Barbosa.
La primera medida fue que no regresara a la selección. Aunque siguiera ganando títulos con el Vasco de Gama, nadie quería volver a verle con Brasil. Una Brasil, por cierto, que desde aquel día, desde el maracanazo, abandonó la camiseta blanca que había usado siempre.
La vida de Barbosa se complicó. Como relata él mismo, cada vez que entraba en cualquier bar del país todos los clientes huían como si hubieran visto a un fantasma. Era un apestado. "Si no hubiera aprendido a contenerme cada vez que la gente me reprochaba lo del gol, habría terminado en la cárcel o en el cementerio hace mucho tiempo".
Porque él, pese a todo, siempre fue un tipo sencillo. "Me decían que era muy gentil para sobrevivir en un mundo áspero como es el del fútbol, pero yo estoy contento de nunca haber hecho daño a nadie, ni en el campo de fútbol ni fuera. Ha sido el fútbol el que me ha hecho daño a mí".
Un gesto que lo demuestra es que estuvo trabajando durante muchos años en los despachos de Maracaná, el estadio que había sido su tumba en vida. Cuando se llevó a cabo una importante remodelación del recinto, le ofrecieron los palos de la fatídica portería. Él los aceptó, e invitó a algunos amigos para una barbacoa. Usó los palos –entonces de madera- las brasas. Pensó que así ahuyentaría parte de sus fantasmas.
Pero no. Aún años más tarde, muchos años más tarde, en los ochenta, vivió el que considera el capítulo más deplorable de su condena futbolística. Entró en un mercado, y vio a una señora que le señalaba mientras le decía a su pequeño niño "mira, hijo, ese es el hombre que hizo llorar a todo Brasil".
En 1993 vivió otro capítulo nefasto. Mientras la selección brasileña se encontraba concentrada para preparar el Mundial de Estados nidos, se acercó al lugar de la concentración para desear suerte a sus jugadores. Mario Lobo Zagallo, el seleccionador, no le dejó ni verlos. Le echó de inmediato y de mala manera, solicitando a los guardias de seguridad que nunca más le dejaran entrar.
Ya no hay culpables
Ahora la historia, para la selección brasileña, se repite. En un Mundial que tenía que ganar sí o sí, pierde de manera desastrosa. Seguramente más que en el 50. ¿Pero de quién es la culpa? Fred ha sido uno de los más señalados, ¿pero de verdad encajar siete goles es culpa de un delantero? ¿David Luiz? El jefe de la defensa, de una defensa que encaja cuatro goles en diez minutos. ¿Pero no se dice siempre que defienden todos? ¿Que es un equipo? ¿Julio Cesar? ¿El mismo que había permitido el pase de Brasil en octavos ante Chile? No, esta vez no ha habido ni habrá otro Moacir Barbosa. No habrá otro futbolista a quien un paso erróneo hacia su derecha fastidie la vida entera de un hombre.
Es el último capítulo de una condena que le persiguió hasta su muerte y, más allá. Una muerte que le llegó el 7 de abril del 2000, a los 79 años. Moacir Barbosa murió sólo y pobre. A su entierro, al entierro del que pese a todo ha sido uno de los mejores porteros de la historia del fútbol brasileño, asistieron 50 personas, entre familiares y amigos. Ningún futbolista. Al día siguiente uno de los periódicos más importantes del país resumió la vida del portero en su desgarrador titular: "La Segunda Muerte de Barbosa".