Yo, qué quieren que les diga, cada vez que alguien me cuenta de un futbolista que es un genio, me echo a temblar. Literalmente. Me entra una tiritona de padre y muy señor mío. Un médico amigo mío dice que es un acto reflejo; "mecanismo de defensa", creo que lo llama. Cuando me dijeron que Robert Prosinecki era un genio, yo, por si acaso, me eché a temblar. Y lo mismo sucedió cuando vino Nicolás Anelka. Hoy sé que acerté, pero en su momento era muy complicado. Prosinecki pasó sin pena ni gloria por la Liga española y ahora anda por las teles vendiendo "Prosikitos". Y en cuanto a Anelka... ¿Dónde está Anelka? La única ocasión en la que ese mecanismo de defensa mío erró fue hace muchos años. Alguien me dijo que el Madrid andaba tras la pista de un futbolista africano muy joven: "es de Liberia y me dicen que es un genio". Yo, como era tradición, me eché a temblar, pero luego resultó que aquel jugador no sólo era un genio sino que era también un auténtico portento físico. Quién sabe qué habría podido pasar si, en vez de fichar a Prosinecki, el Real hubiera contratado a George Weah.
Les prometo que cuando, allá por el mes de enero de este mismo año, el Madrid se trajo a Antonio Cassano, deseé con todas mis fuerzas que nadie pronunciara las palabras mágicas. Imposible. "¿Cassano?... Ése es un genio; triunfará en el Real Madrid". Otro genio de la lámpara de Aladino. Otro "crack" misterioso. Otro futbolista desequilibrante. Otro talento incomprendido. Otro Curro Romero. Otro enfant terrible. Otro creador nato. Otra perla italiana. Otro chico malo. Otro rebelde sin causa. Otro soltero de oro. Otro jugador deslumbrante. Otro carácter indómito. Otro jugón capaz de poner en pie al Bernabéu. Reconozco que, tras verle entrar en el aeropuerto de Barajas, fondón tirando a gordo y con unos abalorios colgando del cuello muy similares a los que se llevaban en la playa de Cullera en los años 70, me eché doblemente a temblar. Y pensé: otro bluff.
Cuando Javi Matallanas descubrió en el Tiempo de Juego del sábado pasado que, a la finalización del partido de Tarragona, Cassano había llamado "sinverguenza" a Fabio Capello, he de reconocer que no me sorprendió demasiado. Creí, eso sí, que el primero en enfrentarse con el entrenador italiano sería el otro Oliver Hardy del equipo, ahí me equivoqué. Pero sabía que, tarde o temprano, Cassano protagonizaría una de sus universalmente famosas "casanadas". Una vez le preguntaron a Tommy Docherty qué pensaba sobre Paul Gascoigne, y éste respondió lo siguiente: "¡Qué desgracia de hombre, treinta años metidos en una cabeza de seis!". En este caso, veinticuatro años metidos en una cabeza de cuatro.
Si yo fuera Ramón Calderón éste chico no volvería a vestir la camiseta blanca. Cassano pensó que el Real Madrid era una especie de Corporación Dermoestética privada, una suerte de clínica de adelgazamiento para la "jet set". Se creyó que, perdiendo los seis o siete kilos que le sobraban cuando llegó aquí hace diez meses, él ya había cumplido, y que, recobrada la "percha", nadie osaría toserle, menos aún su maestro Capello. Si yo fuera Calderón éste chaval no volvería a jugar jamás en el estadio Santiago Bernabéu, aunque ahora le corresponda a Pedja Mijatovic la tarea de seguir el rastro de las gominolas. Aún queda por resolver el otro problema, el problema gordo de verdad. Porque continúa suelto por ahí el ideólogo de la "Quinta del donut". Al fin y al cabo el pobre Cassano era sólo la infantil avanzadilla.